Hay algo irónicamente cómico en que en pleno siglo XXI, en una época donde los desafíos urbanos claman por soluciones modernas y prácticas, una noticia sobre la retirada de bolardos en San Pedro Garza García se presente como una decisión “visionaria” en aras de “mejorar la vialidad”.
Como si de un cuento de Halloween se tratara, estos bolardos, que alguna vez defendieron los derechos del peatón y apostaron por la seguridad vial, ahora son descritos como obstáculos temibles y necios, más preocupantes que los vehículos que suelen invadir espacios peatonales.
Pero, ¿es esta indignación contra los bolardos realmente racional? ¿O estamos ante un caso de histeria colectiva alimentada por quejas frívolas y una falta de visión en la gestión municipal?
Es importante recordar que la instalación de estos bolardos no fue caprichosa. Durante la administración de Miguel Treviño, se invirtieron más de 20 millones de pesos en la colocación de alrededor de 2,000 estructuras en zonas como Centrito Valle y el Casco Urbano de San Pedro.
La intención era simple, pero poderosa: evitar que los vehículos invadieran áreas destinadas para los peatones y mejorar la seguridad de quienes se aventuran a pie en una ciudad donde el coche es rey y el peatón apenas tiene lugar. ¿Era demasiado pedir que los conductores respetaran estos límites y entendieran el propósito de estas estructuras?
No obstante, parece que la presión de algunos sectores comerciales y ciertos ciudadanos ha sido suficiente para hacer cambiar de opinión al gobierno actual. Las quejas sobre los “inconvenientes” que los bolardos suponen para la “vialidad” han sido elevadas a la categoría de un problema urgente que merece la atención inmediata de la administración de Mauricio Fernández.
Según los críticos, estos bolardos obstruyen estacionamientos y dificultan el paso de camiones de bomberos. Pero, en este teatro de Halloween, ¿quién es el verdadero villano? ¿Los bolardos o la falta de compromiso con la seguridad vial?
Los bolardos, a fin de cuentas, son elementos inertes, diseñados para una función clara y lógica. Lo que los ha convertido en “enemigos” es una mentalidad que prioriza el interés individual sobre el bien común.
El dueño de un negocio en Centrito Valle, por ejemplo, expresó su alivio porque, al quitar los bolardos, recuperará cajones de estacionamiento para sus clientes. Y aunque el deseo de mejorar el acceso para sus clientes es comprensible, no debería ser suficiente para justificar una retirada que afecta a toda la comunidad.
¿Acaso el peatón debe sacrificarse para satisfacer la comodidad del automovilista y las demandas del comercio?
Por otro lado, está el tema de la seguridad. Un residente de la zona reconoció que los bolardos cumplen su función de proteger a los peatones y sugirió que, en caso de que realmente estorben el paso de camiones de bomberos, su retiro debería estar justificado.
Pero, hasta el momento, ¿se ha demostrado que representan un impedimento real para los servicios de emergencia? O más bien, ¿estamos ante una reacción exagerada que hace de los bolardos un chivo expiatorio de una gestión vial deficiente?
En ese sentido, la historia de los bolardos en San Pedro se vuelve un reflejo de las prioridades de nuestra sociedad. Se invierte en infraestructura con un objetivo claro —mejorar la seguridad y promover la movilidad peatonal— solo para luego desmantelarla ante las quejas de aquellos que prefieren priorizar la comodidad del automóvil.
Y lo que resulta aún más preocupante es la disposición de las autoridades para ceder a estas demandas sin una evaluación exhaustiva del impacto que esto tendrá en la seguridad de todos.
Este no es solo un problema de San Pedro Garza García; es un síntoma de una mentalidad que prevalece en muchas ciudades. En lugar de apostar por una visión a largo plazo que considere las necesidades de todos los usuarios del espacio público, las decisiones se toman en función de intereses individuales y beneficios inmediatos. ¿Es esta realmente la dirección en la que queremos llevar nuestras ciudades?