Yo perdí a mi madre tres veces, la última de ellas, la irremediable, la más dolorosa.
Antes que el cáncer se la llevara, invadiendo su columna y su cerebro, yo la perdí cuando era niña y mi padre le impedía acercarse a mí, ejerciendo violencia vicaria en nuestra contra (y bueno, todas las violencias que existen también).
Fue terrible ser una niña que no entendía porque su madre ni la abrazaba ni la regañaba, solo existía fuera de su esfera, pero en el mismo espacio, de una forma totalmente incomprensible.
De adulta fue aún más difícil entender que amaba a mi agresor, mi padre, mientras despreciaba y desconfiaba de la víctima, mi madre.
Sobre eso reconstruimos ambas, ambas víctimas, ambas con heridas que parecían irremediables.
Y no crean, reconstruimos un vínculo frágil, aun no existía el nivel de confianza que logramos los últimos años.
Volví a perderla cuando perdí todo lo demás y ella me dijo claramente que no contara con ella, que ella nunca había querido ser madre, y mucho menos abuela.
Me quede sola, rumiando la herida del rechazo, ya sin la sombra del padre agresor como justificación para el abandono, sino con la carga de la decisión consciente de mi madre de no maternarme ni siquiera en mi momento más vulnerable.
Con mi trabajo de activismo y denuncia, en algún punto logramos entendernos, hermanarnos y transformar nuestra relación inexistente o a lo mucho, tentativa, en una relación de amistad horizontal entre dos mujeres con heridas similares y un vínculo sanguíneo que, si bien no ejercíamos de forma convencional, existía.
Mi madre se fue, finalmente, un nueve de mayo, se fue sin ser mi madre más que de nombre, se fue después de criarnos por obligación y no por placer.
Se fue amándonos de una forma nueva, eligiéndonos por primera vez, libremente.
Se fue, se la llevó una enfermedad que no nos dejó posibilidad alguna, dejándonos pendientes un montón de posibilidades, de negocios, de salidas, de comidas juntas, de luchas, de espejos, de placeres compartidos.