Hay un proverbio árabe que dice: “Si lo que vas a decir no es más hermoso que el silencio, entonces calla”. Y es que la mayoría de los seres humanos vamos por la vida sintiéndonos con el derecho de juzgar, de señalar, de creernos perfectos o dueños de la verdad absoluta. ¡Qué error más grande juzgar a las personas! Porque más temprano que tarde podemos ser nosotros los involucrados.
Me pasó hoy en el Costco, había delante de mí una pequeña de unos 6 años que le exigía insistente a su mamá que la cargara. Se lo dijo, no una, ni dos… sino más de diez veces, y yo empecé a inquietarme al escucharla y por dentro pensar: ¡válgame Dios con esta niña!
Intenté no hacer cara de desagrado, pero después de 15 minutos escuchando la misma frase hubo un punto donde me resultó imposible. Sin embargo, en el minuto 16 la mamá decidió sí cargarla y cuál fue mi sorpresa cuando al ver la carita de la niña me percate que era ciega.
Su insistencia venía del miedo y la ansiedad que le estaba provocando estar en medio de cientos de personas, ruido, filas… ya saben, en el Costco, en épocas navideñas...
Por supuesto la vida me dio una gran lección. ¿Cuántas veces no juzgamos sin saber los contextos de las personas? La insistencia de la niñita para que la cargaran era legítima y necesaria, pero mi visión detrás de ella no me dejó apreciar sus circunstancias antes de juzgar con una mueca malhumorada la escena que presenciaba.
La realidad es que nuestra humanidad imperfecta nos hace ser soberbios a veces y hace que se nos olvide lo bonitas y necesarias que son la compasión y la generosidad en un mundo en donde los actos de bondad cada día son menos.
Es normal caer en la tentación del ego y su superioridad moral, pero debemos luchar por ser conscientes y si nos equivocamos retomar el buen juicio y entender el daño que hacen nuestras palabras lanzadas al aire cuando juzgamos a alguien.
Así que, sí: cómo bien dice el proverbio árabe, mejor prioricemos el silencio si lo que va a salir de nuestra boca no es más que veneno.