Estoy en el rincón de una cantina

Ciudad de México /

Acaban de poner una escultura de José Alfredo en la Cantina París, en el barrio al que llegó de niño cuando se mudó al entonces DF; la autora hace un recuento de los días de infancia y juventud de su padre en la Santa María la Ribera

Escultura de resina de José Alfredo Jiménez en la Cantina Salón París. especial

Es verdad, ahora José Alfredo está en el rincón de la cantina de su barrio, gracias a la generosidad y al cariño de don Fernando Camarena, quien, por admiración al compositor, mandó realizar una escultura a color, en distintos tipos de resina para colocarla en ese preciso rincón. La pieza fue realizada por el artista Emiliano Ortega..

“…oyendo una canción que yo pedí; me están sirviendo ‘orita mi tequila, ya va mi pensamiento rumbo a ti…”.

Cuentan que fue en el Salón Cantina París en donde mi padre escribió esta canción. No tenemos la certeza; sin embargo, es muy probable. José Alfredo llegó al Distrito Federal a la edad de diez años, cargando en el corazón la tristeza por la muerte de su padre, migró a un exilio sin duda doloroso. No sé si el pequeño entendió que ese cambio lo beneficiaría de distintas maneras, o dejó en él una cicatriz indeleble, pues partió abandonando la solidez de su mundo. Fello emigró con la tía Cuca a la gran ciudad; mientras su madre y sus hermanos permanecieron bajo el abrigo de la casa familiar y dentro del pueblo.

No creo que haya sido fácil para el niño adaptarse de pronto a una nueva forma de vida. Desde luego que también encontró muchos atractivos que con seguridad lo estimularon y lo ayudaron a encontrar sosiego. Pienso en lo que habrá sido para papá acomodarse en un hogar con familiares casi desconocidos, entrar en una nueva escuela, sin amigos, dentro de una urbe amenazante, una ciudad que empezaba a borbotear, apabullante para la mirada de un niño que venía de Dolores Hidalgo y que, hasta entonces, había estado protegido por el amor y el cuidado por su tribu.

“Yo sé que tu recuerdo es mi desgracia y vengo aquí nomás a recordar…”.

Sentado en una banca cercana al quiosco morisco, pasaba las tardes al cobijo de los sauces, escuchando el susurro de los chopos, el arrullo de los ahuehuetes y el trinar de los mirlos de la Alameda de Santa María la Ribera. El parque urbano amparó al infante recién llegado del pueblo.

Poco a poco, los rostros empezaron a tener rasgos de interés, algunos adoptaron nombres o apodos, otros compartieron sonrisas. Quizás los que más llamaban su atención eran los de aquellos niños y jóvenes que todas las tardes pateaban un gastado balón de futbol.

El primero que habló con él fue Benja, ese niño risueño de ojos verdes que venía también del Bajío, de los Altos de Jalisco. Benja, cuando veía pasar a José Alfredo pensaba que era un chamaco catrín, ya que siempre iba ataviado con sus pantalones cortos y la camisa con corbata atuendo que exigía el colegio Franco Inglés a sus alumnos; sin embargo, pronto supo que esos modos tenían que ver con la timidez que caracterizaba a Fello. Pronto, también esos dos niños se convertirían en los mejores amigos para toda la vida.

En la alameda, Benjamín Rábago se encargaría de presentarle a los cuates con los que compartiría sus ratos de futbol. Rápido se dieron cuenta de que Fello era un buen arquero, cualidad que le permitió integrarse a la palomilla del barrio sin dificultad.

En la escuela congenió con su compañero de banca que resultó ser Gabilondo Soler, hijo del gran Cri-Cri. No creo que tales acontecimientos hayan sido una simple coincidencia, más bien fueron un sin fin de causas que se eslabonaron para que José Alfredo se desarrollara. Tal vez el oráculo se confabuló con los astros prediciendo el futuro de mi padre. El destino es un tópico que él menciona con frecuencia en sus canciones, probablemente, fue gracias a su barrio que pudo descubrir las dos preferencias que en aquellos momentos lo apasionaron: ser futbolista y compositor.

“…qué amargas son las cosas que nos pasan, cuando hay una mujer que paga mal…”.

Lentamente, mi padre se fue acostumbrando a su nuevo entorno. Observador como era, se impregnó de las experiencias que el DF le ofrecía: aromas y sabores distintos conquistaron su paladar. Se encontró con Jorge Ponce, quien después sería el requinto de ese grupo que formaron: José Alfredo y los rebeldes.

Jorge, apodado Panucho, y su familia venían de Yucatán. Su padre, don Mateo, abrió sobre la avenida San Cosme un restaurante de comida especializada en la península, su esposa Elenita preparaba los deliciosos platillos; Jiménez se volvió un ferviente enamorado de la cocina yucateca.

Benja, Panucho y Fello convivieron casi de manera cotidiana entre la Santa María y la San Rafael, durante la pubertad y la adolescencia. Debe haber sido en la Cantina París en donde José Alfredo “quebró su destino y cambió sus canicas por copas de vino. Qué coraje me daba conmigo, no tenía bigote ni traía pistola ni andaba a caballo, qué coraje me daba conmigo, andaba descalzo y a ti te gustaban las botas de charro”.

Rastrear esos pasos, seguir aquellos caminos que recorrió vendiendo zapatos, trabajando detrás de un mostrador o sirviendo a los comensales los antojitos de La Sirena, el restaurante de la familia Ponce, es una investigación que podemos descubrir estudiando las letras de sus canciones. Por ahora me despido sugiriéndoles visitar ese entorno que nos brinda la colonia Santa María, su alameda y desde luego el rincón de la Cantina París escuchando la voz de José Alfredo.

“…quién no llega a la cantina exigiendo su tequila y exigiendo su canción… Me están sirviendo ya la del estribo, ‘orita ya no sé si tengo fe, ‘orita solamente ya les pido que toquen otra vez

‘La que se fue’”.


  • Paloma Jiménez Gálvez
  • paloma28jimenez@hotmail.com
  • Estudió la maestría en Letras Modernas en la Universidad Iberoamericana, y es Doctora en Letras Hispánicas. Desarrolló el proyecto de la Casa Museo José Alfredo Jiménez, en Dolores Hidalgo, Guanajuato. Publica su columna un sábado al mes.
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