“Dar vueltas, pasear, ir de un sitio a otro, sin adivinar lo que vendrá, es una costumbre casi perdida”. Gracias a esta reflexión de Alonso Cueto que publicó Laberinto, yo me perdí entre mis pensamientos al remontarme a mi niñez y revivir esa costumbre que, al igual que su padre, el mío también tenía.
José Alfredo era un paseante incansable, por suerte, me transmitió tal afición y la he desarrollado a lo largo de mi vida. Hoy añoro la libertad que teníamos para transitar por nuestra hermosa ciudad sin pena ni prisa. La conocía casi como ruletero y recuerdo el consejo que papá me dio desde muy pequeña: “En el Distrito Federal no te puedes perder, porque hay dos avenidas que son sus ejes: Reforma e Insurgentes”.
También recuerdo que se reía porque yo les indicaba el rumbo que debía tomar al conducir, con tan solo cuatro años sabía ubicarme dentro de mi querida ciudad. Si planeaban ir a Xochimilco o a Coyoacán había que dirigirse al sur, pero si me habían prometido ir a la juguetería, teníamos que tomar la dirección norte. Quizás mi nombre me ayudó a orientarme. Sin embargo, la mayoría de las veces, mis padres no tenían un rumbo fijo; a papá le gustaba pasear, ir a dar la vuelta sin concebir un trayecto. En su canción “Frente a la vida” (1968) encuentro una reflexión de la figura del paseante.
“No sé pa’ dónde vaya, no sé pa’ dónde iré; qué importa mi camino, ya sé que mi destino es morir por tu querer…”.
Literariamente, hay una enorme riqueza que surge al evocar al flâneur, pues en Francia, gracias a Baudelaire, queda definido este personaje como un observador apasionado, un contemplador de su espacio y de su tiempo. Vagar sin rumbo no es un desperdicio, sino el arte de desplazarse por las calles de las ciudades con la intención de contemplar el mundo sin que los demás lo noten. Lo que en verdad mueve a esta figura es el gozo sin límites de una actividad placentera. No es el recorrido de un turista, pues al contemplar aparece el asombro y en ello se involucran los sentidos y las emociones. De modo que ese espectador mira con todo su ser, especula consigo mismo y se entusiasma al descubrir ese entorno que transita. José Alfredo supo pasear de esta manera por nuestro país y puso en versos el testimonio de sus paseos. Uno de los ejemplos más detallados es el “Corrido de Mazatlán”:
“Yo sé que debo cantar con toda el alma para esta gente que es puro corazón, a ver si llega mi canto a las montañas y hasta en el faro se escucha mi canción. Ay qué bonito paseo del Centenario, ay qué bonita también su catedral, aquí hasta un pobre se siente millonario, aquí la vida se pasa sin llorar…”.
Observar como lo hace el paseante es arder ante las cosas, en palabras de Ortega y Gasset, porque el espectador utiliza todos los sentidos para conectarse con el entorno. El perceptor que se ha convertido en flâneur, conecta su contemplación con el alma y a veces lo expresa en textos o canciones. Pero hay un punto importante en los paseos de mi padre, la circunstancia que él llama destino, precisamente “El corrido a Mazatlán” comienza así:
“Hoy que el destino me trajo hasta esta tierra donde el Pacífico es algo sin igual…”.
O en “El Rey”: “Una piedra en el camino me enseño que mi destino era rodar y rodar…”.
O en “Yo”: “Hoy mi destino lleva otro rumbo…”.
Y de manera muy poética en “El hijo del pueblo”: “Mi destino es muy parejo, yo lo quiero como venga, soportando una tristeza o detrás de una ilusión; voy camino de la vida muy feliz con mi pobreza; como no tengo dinero, tengo mucho corazón…”.
Y cuando el destino nos llevaba sin rumbo, dependiendo del barrio, tomábamos un helado en el Dairy Queen, señalo que hasta hoy me gusta detenerme a comprar mi cono con sombrero, ya que me impregna del sabor de mi niñez y de la compañía de mis padres y mi hermano; comprábamos alguna artesanía, yoyos, valeros, matracas, boxeadores, serpientes que pican con un clavo, maracas o plantas y macetas en Xochimilco, probábamos los nuevos sabores de las nieves en Coyoacán o nos deteníamos en la Casa de Frida Kahlo; y cuando visitábamos la alameda de Santa María veíamos a la abuelita o les caíamos de sorpresa a comer en La Sirena; a veces, nos llevaba a saludar a los empleados de la Sociedad de Compositores o a los de la RCA Víctor.
La memoria se llenaba de sabores, colores y fragancias. El circuito de Ciudad Universitaria era un sitio en donde a José Alfredo le gustaba mucho manejar. Lo divertido es que ahí, en donde
encontraba desniveles y pendientes, como en algunos de los estacionamientos de las distintas facultades, aceleraba sorprendiéndonos para hacernos sentir la emoción en el vientre. El susto nos hacía gritar a Joseal y a mí, pero le pedíamos que volviera a hacerlo, pues la alegría y el frenesí se nos quedaba en la piel y más adentro.
Con frecuencia, cuando dábamos la vuelta los domingos, la Villa de Guadalupe era un destino
preciso para iniciar el paseo. La intención principal era dar las gracias a la virgen. No obstante, también valoraba la presencia de los danzantes y nosotros, mientras los mirábamos bailar, podíamos deleitarnos con las sabrosas gorditas de comal envueltas en colorido papel de china. Mi padre era devoto y mariano, y era sobre todo agradecido, virtud que fomentó en nosotros desde pequeños, dejándonos su testimonio en unos de sus últimos versos:
“Cómo puedo pagar que me quieran a mí por todas mis canciones, ya me puse a pensar y no alcanzo a cubrir tan lindas intenciones…”.