¿Cómo puedo amar la grandeza del mundo si no puedo amar el tamaño de mi naturaleza?
Clarice Lispector
¿En qué creen los que no creen? Ese era el título de un libro al cual me invitaron a participar hace años. No recuerdo exactamente lo que entonces escribí, pero hace unos días, un inteligente médico que ya considero mi amigo, me preguntó si algo de mis creencias religiosas infantiles quedaba aún en pie. Sin pensarlo, respondí con la cuestionada raíz latina de religión: re-ligar. La religión nos liga con algo más: nos re-liga.
La humanidad siempre ha sentido la necesidad de pertenecer a algo mayor, de sentirse ligado y re-ligado a algo. Pero a la vez existimos quienes, contra esa tendencia, requerimos defender nuestra libertad: la libertad de pensamiento, la libertad de acción, la libertad de elección. Somos los que no hemos podido creer en todas las extrañas creencias que dictan las religiones. ¿En qué creemos los que no creemos lo que la mayoría cree?
Yo he encontrado en la naturaleza el ofrecimiento de una re-ligación con el todo. Me parece que esa puede ser una religión prudente, un tanto agnóstica que, siendo ecológica, podría sentar las bases para el respeto a la naturaleza, que tanta falta le hace al mundo hoy en día. Podemos creer en esto porque somos parte de la fuerza de la vida: la misma vida que lleva a una planta a crecer o a una madre a cuidar la vida de su cachorro. Creo en el dios de Spinoza: la humanidad no somos un reino aparte del resto de la vida; no existe un reino dentro de otro reino, dijo Spinoza. Todo es uno y todos somos parte del mismo cosmos.
¿Cuáles podrían ser las nuevas fiestas, los nuevos sacramentos de una religión de ese tipo? Tendrían que ser fiestas en las que se rindiera tributo a la naturaleza; en que se venerara la vida y su crecimiento. Tendría que ser un pecado atentar contra la vida en cualquiera de sus formas y contra lo que la sostiene: los ríos, el aire, la tierra misma.
El dios venidero, esperaba Nietzsche, tendría que ser el dios de la vida. Los cisnes por igual que los gusanos o la rata muerta, como bien lo sintió Clarice Lispector en su insuperable cuento Perdonando a Dios. ¿Por qué no podemos ver con el mismo amor a una madre leona con sus crías y a una rata con la suyas? ¿Por qué siendo la misma vida, las orugas nos repelen y las mariposas nos atraen? ¿Por qué mucha gente no puede tomar lombrices en su mano y llevarlas a la tierra?
Lo digo con la tranquilidad de haber superado el miedo a lombrices, ratas, arañas o alacranes. Pero la verdad es que estoy muy lejos de ver en cada animal un ser digno de respeto: no he podido superar el asco y el miedo a las cucarachas. ¿Qué hace que temamos a animales que no pueden causarnos daño? Es una pregunta que no logro responder. Creo que a medida en que logremos superar el miedo a formas de vida ajenas a la humana, podremos pensar en una nueva religiosidad agnóstica que venere la vida en cada ser y en cada elemento que lo conserva.
Una religión ecológica sería una buena meta para esas ansias de pertenecer.