La conformación del yo

Ciudad de México /

El budismo, que algunos consideran una religión, es un profundo estudio de la conformación de los recuerdos y cómo afectan el presente. Para esa filosofía, con los pensamientos construimos el mundo y de ellos depende la felicidad o el sufrimiento de nuestras vidas.

La realidad es demasiado compleja para la mente, de modo que para manejarla a nivel práctico nos vemos obligados a simplificarla considerablemente: el proceso de conocimiento y la creación de nuestros recuerdos es esa simplificación.

En la práctica cotidiana, a cada personaje de nuestra historia le asignamos una personalidad bastante menos compleja de la que tiene o tuvo. En ese sentido transformamos algo sumamente complejo en algo simple que dejamos fijo, inamovible. Esto resulta práctico, pues es funcional: cada personaje lleva una etiqueta que le define sin ambigüedad en nuestra historia: lo que fue, es y será por siempre.

Solo que la vida no es así ni así son las personas. Somos seres ambiguos, cambiantes, amamos y odiamos; nuestras emociones no son cuadradas, no son claras y distintas, diría Descartes: son confusas, oscuras. Y mientras más cercana es la persona, mientras más importancia emocional tiene para nuestras vidas, más compleja es la conformación de su ser en nuestro interior y más obligada está nuestra mente a simplificar.

Aceptar que el recuerdo no es más que una simplificación de algo mucho muy complejo, es difícil porque nuestra mente está “cableada” para funcionar a través de simplificaciones. No recordamos los múltiples detalles, sino la generalidad, por ejemplo: las víboras muerden y matan. Fijar ese recuerdo puede salvarnos de morir, de modo que no distinguimos entre una víbora y otra: formamos un concepto general que asociamos al peligro y eso nos ayuda a sobrevivir.

A la hora de vivir en una sociedad humana ese proceso se vuelve en contra del individuo que crea y recrea su propia historia de manera harto simple y, lo peor, se apega a ella, la fija y la mantiene como una verdad incuestionable y eso trae dolor. Por eso el budismo enseña diferentes técnicas para dejar ir esas historias que nos contamos una y otra vez en las que cada personaje tiene asignado un rol.

Dejar ir nuestra propia historia es lo que se conoce como la disolución del yo: “yo no soy eso que recuerdo o que creo recordar, yo no soy la conformación de una historia que he llevado a la simplificación máxima”. En ese sentido, el yo podría compararse con una entidad oxidada que ha perdido la movilidad. La disolución del yo sería equivalente a aceptar esa entidad y permitir nuevamente el movimiento. Esto es sumamente difícil de lograr porque como bien lo dijo Nietzsche preferimos creer lo peor antes que quedarnos sin nada en que creer. Con una historia clara para nosotros al menos podemos funcionar por terrible que sea esa historia.

El problema es que en efecto funcionamos pero lo hacemos con mucho dolor. Atreverse a transitar la disolución de todo aquello que está anquilosado requiere soltar todas esas certezas, todos esos pensamientos que finalmente crean un mundo estable pero en el cual hay mucho sufrimiento.

La finalidad del budismo es mostrar que, si bien el dolor es inevitable, podemos evitar el sufrimiento que se reitera cada vez que contamos, pensamos, creemos o funcionamos con nuestra falsa y simplificada historia del yo.

El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional.


  • Paulina Rivero Weber
  • paulinagrw@yahoo.com
  • Es licenciada, maestra y doctora en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus líneas de investigación se centran en temas de Ética y Bioética, en particular en los pensamientos de los griegos antiguos, así como de Spinoza, Nietzsche, Heidegger.
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