Empezamos juntos a reportear. Él siguiendo a la Selección Mexicana de Futbol para la naciente Televisión Azteca. Yo como reportero de la sección deportiva del semanario Proceso.
No solo nos unió en esos días de 1993 y 1994 nuestra juventud e inexperiencia, sino sobre todo, el espíritu crítico con el que ambos teníamos la misión de realizar nuestro trabajo. Si algunos medios ejercían una crítica feroz al poder que controlaba y asfixiaba al futbol mexicano, eran los dos para los que trabajábamos de cara y durante la Copa del Mundo Estados Unidos 94.
Nos ayudábamos enfrentando juntos, a veces solos, la grilla que nos hacía más de algún envidioso y servil colega, acusándonos de alguna nota, entrevista o reportaje que habíamos publicado contra ese monstruo que todo lo quería controlar.
Fuera de esos meses intensos, de tensión y estrés -pues realmente íbamos a contra corriente-, nunca volví a convivir tanto con André Marín. Poco a poco, el protagonismo que empezó a cobrar la televisión en el periodismo deportivo lo convirtió en una estrella.
Como sea, cada que de vez en vez, nos llegábamos a encontrar, sobre todo en alguna gira de la Selección Nacional, nos saludábamos y abrazábamos honrando nuestro origen y nuestra complicidad y compromiso laboral. Ese respeto, en un medio a veces cargado de chismes y mentiras, se mantuvo siempre.
André se perfiló y consolidó en los últimos y largos años como un agudo, duro, filoso e implacable analista y conductor de programas de análisis televisivo.
Programas en los que centró su crítica, a veces con demasiada ironía, en quienes han seguido controlando, sin éxito alguno, al futbol mexicano.
Así empezó André y así murió André. Que honor haber empezado juntos y, separados, haber mantenido una congruencia con ese origen. Su ausencia se sentirá en un medio que, por desgracia, cabalga sin remordimiento alguno en el show banal y entretenido.