La poética fragilidad de Manuela

Ciudad de México /
“Intenté tomar de nuevo sus labios con los míos, pero ella no concedió”. Octavio Hoyos

Sucedió hace veinticinco años y aún lo lamento. Cuánto me gustaría rebobinar los recuerdos para constatar que mi memoria guardó aquella noche de su cumpleaños número veinte en que por fin nos desnudamos.

En vez de esa luminosa imagen hallo un vacío irreparable. Conozco la razón y sin embargo el hecho me agravia como si no hubiese sido yo el responsable de lo que sucedió. Ciertamente el arrepentimiento es una emoción que se agrava con los años: aunque ella hubiese olvidado mi cobardía yo aún me la reclamo.

Esta no es una de esas cosas que los hombres solemos contar porque preferimos narrar nuestras conquistas sobre las veces que pasamos de largo frente a lo que pudo haber sido una gran historia de amor.

Lo nuestro comenzó igual y como sucede con tantos otros estudiantes que al final de los cursos se reúnen para preparar juntos los exámenes. Ella y yo preferíamos la biblioteca de la facultad sobre la sala de su casa ya que el padre de Manuela era de esos señores recios y celosos a quienes era necesario dedicar mucho tiempo para conseguir agradarles.

Si bien la paciencia no era entonces mi mejor virtud, intenté cumplir con el ritual a pesar de querer, cada vez, escapar de casa de Manuela para recorrer las calles de su barrio mientras nos comíamos a besos.

Ella adoraba a su progenitor así que jamás le reclamó la rigidez del claustro dentro del cual le habría gustado encerrarla. Se sabe de sobra que lo prohibido alimenta al amor erótico así que, para cuando llegaron las vacaciones, la inteligencia de Manuela había pasado a segundo plano, no porque hubiese perdido un gramo de su magnífica lucidez, sino porque otros atributos de su persona se me habían revelado de manera contundente.

Fue justo en ese momento cuando hizo aquella propuesta inolvidable. Todavía me ruborizo al recordar las palabras, a la vez frágiles e íntimas, que utilizó en esa ocasión.

Creo que estábamos dentro del auto que tomé prestado de mi madre cuando se atrevió a hablar: quería que estuviésemos juntos porque había escuchado a su médico decir que el comienzo de su vida sexual podía curarla.

Como se hace con una mente ingenua y lenta, Manuela roció con cautela aquella información: la actividad eléctrica generada por las neuronas de su corteza cerebral le provocaban ataques esporádicos que la cargaban de vergüenza e incomodidad. Desde niña había aprendido a vivir con el padecimiento pero tenía la esperanza de que, conforme su cuerpo madurara, aquel mal podría desvanecerse.

El tema no me era ajeno porque uno de mis mejores amigos de la infancia solía tener ataques de epilepsia y a mí me tocó ser testigo de varios de ellos. La besé en la mejilla para aligerar aquel intercambio de intimidades. Al retirarme, sus ojos pardos volvieron a herirme muy adentro.

Manuela, en revancha, tomó distancia, supongo que para obligarme a considerarla con seriedad: insistió con que quería probar la hipótesis de su doctor y me preguntó si yo podría ser su cómplice.

Antes de permitirme responder, Manuela añadió que el experimento entrañaba riesgos, porque cabía también que el cambio en el ritmo cardiaco, el aceleramiento de la respiración o la excitación sexual pudieran convocar sus indeseables ausencias.

Intenté tomar de nuevo sus labios con los míos, pero ella no concedió. Necesitaba que firmáramos un acuerdo verbal dónde no hubiera confusiones. Aclaró que no me estaba proponiendo acostarnos por mero placer, tampoco por el amor que comenzábamos a sentir, sino por lo que ella asumía como una prescripción médica.

Un par de semanas después Manuela cumpliría veinte años, así que propuse que ese día la llevaría a un lugar que la hiciera sentir cómoda y segura. Ella respondió con solemnidad que conseguiría el permiso de su padre para poder pasar tiempo a solas conmigo. Nos despedimos ilusionados, imaginando el único abrazo que aún no nos habíamos dado.

Dos décadas y un lustro después volví a encontrarme con Manuela. Apenas hace unos días un asunto laboral nos convocó alrededor de una mesa como si fuésemos dos desconocidos. Al final se convirtió en una abogada muy exitosa, ambos esbozamos una sonrisa cortés para evitar el ofrecimiento de explicaciones hacia el resto de la concurrencia.

Ella habló y yo callé, igual y como solía suceder cuando repetía las lecciones con mejor talento que nuestros maestros. Llevaba puesta una pulsera ancha y un collar de perlas que acentuaban su fuerza vital. También portaba varios anillos en sus dedos largos, aunque ninguno que informara de su estado civil.

Obviamente fue en sus labios que me concentré durante el desarrollo de su parlamento. Mientras hablaba me pregunté si recordaría aquellas caminatas, nuestras horas repasando libros y las manos que, con vida propia, colonizaron la piel del otro.

Mi deseo volvió a expresarse con culpabilidad, igual que cuando miraba a Manuela estando su padre presente y yo me sentía fatal por haber sido descubierto.

Enredado en aquellos recuerdos carentes de razón ni explicación, surcó en mí la idea de recuperar las conversaciones perdidas. Pensé por un momento en invitarle un café. Sin embargo, antes de que el resto de la concurrencia se pusiera de pie y yo pudiera acercarme a mi antigua novia, me vino de golpe el anuncio implacable del cobarde que fui:

Llegó el día del cumpleaños número veinte de Manuela y contra toda expectativa, como a un reloj al que se le hubiera quebrado la cuerda, me quedé paralizado. No fue que tuviera otra cosa mejor que hacer, mucho menos que hubiera olvidado el compromiso. Aquella tarde fui incapaz de bajarme de la cama, como el peor de los pusilánimes. En vez de reclamar el regalo ofrecido por Manuela, dilapidé aquellas horas preciadas.

Cuánto me gustaría hoy regresar sobre mi memoria para constatar que Manuela no se quedó esperando al novio aquel día de su aniversario y aún mejor, que el remedio recetado por el médico funcionó tal como ella había calculado.

La enfermedad viene a nosotros unas veces como padecimiento y otras como poesía. Cuando conocí a esa mujer extraordinaria no fui capaz de abrazar su lírica y por ello me arrepiento, tantos años después.


  • Ricardo Raphael
  • Es columnista en el Milenio Diario, y otros medios nacionales e internacionales, Es autor, entre otros textos, de la novela Hijo de la Guerra, de los ensayos La institución ciudadana y Mirreynato, de la biografía periodística Los Socios de Elba Esther, de la crónica de viaje El Otro México y del manual de investigación Periodismo Urgente. / Escribe todos los lunes, jueves y sábado su columna Política zoom
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