La cultura del poder es la de la política dominante. El poder político real es la del poder económico; es decir, el del capital. El poder político formal es la del Estado y sus regímenes políticos. El Estado, visto así, es el administrador de los asuntos comunes del capital en general. El Estado moderno, es la democracia del dinero. El poder político y el dinero son intrínsecamente orgánicos e indisolubles. El poder político real no se sostiene solamente por los aparatos coercitivos, represivos, sino también por los aparatos ideológicos que le dan sustento de legitimidad en tanto este poder se justifica a sí mismo para mantener la dominación de clase; de tal manera que la naturaleza del poder se ve o se debe ver en su apariencia como algo necesario y natural. Ese es uno de los principios filosóficos del Leviatán, de Hobbes. En gran medida esa función ideológica la realizan los intelectuales, los intelectuales orgánicos al poder estatal. El Estado como institución política suprema, “por encima de la sociedad”, pero representante del poder económico, va generando toda una cultura afín a los intereses materiales e ideológicos de los grupos hegemónicos. Esta entidad es un fetiche supremo al igual que la mercancía. Esta cultura es una especie de cemento, de cohesión, de la estructura social. En el sentido gramsciano ningún Estado puede reproducirse sin intelectuales subordinados al poder. Por supuesto, a una relativa crisis del Estado, como el caso mexicano, le corresponde una crisis ideológica y cultural, y eso lo estamos percibiendo desde el inicio del neoliberalismo a partir de mediados de los años ochenta del siglo pasado. El proceso de lo cultural estatal no está exento de contradicciones y conflictos, su dinámica no escapa de la conflictualidad social. Desde luego, este proceso político también se disfraza con ropaje artístico y culturalista.
Muy bien lo señala el filósofo y ensayista Carlos Herrera de la Fuente: “Lo cierto es que en México, desde las épocas del priismo hegemónico, a pesar del discurso oficial y de las ineludibles referencias a la figura de Vasconcelos, la cultura y su promoción han sido pensadas en función del mantenimiento del poder político y de la estabilidad de la relación entre la clase gobernante y los grupos artísticos e intelectuales, antes que en pos del desarrollo de un espíritu estético y crítico de carácter autónomo [el único que, en términos modernos, podría considerarse como fundamento del desarrollo cultural de una nación]. A los presidentes priistas nunca les interesó promover los valores culturales propios de las naciones democráticas [libertad de expresión y de prensa, pluralismo crítico, apertura de los medios de comunicación a la participación ciudadana, etc.] y si bien en esa época la educación básica corrió una mejor suerte que en nuestros tiempos, lo cierto es que, en términos de la cultura, su interés se centró en mantener a la mayoría de los intelectuales y creadores ‘dentro del redil’, con la finalidad de evitar cualquier tipo de fisión ideológica en la estructura política”. Cierto, en México, el “redil político” es muy grande, tan grande como los millonarios recursos dinerarios en dadiva a los grupos orgánicos como Nexos o Letras Libres. El Ogro Filantrópico, siguiendo a Octavio Paz, ha sido muy benefactor como mecenas de sus intelectuales, empezando por el propio Paz.
En uno de sus recientes discursos el presidente de México recién electo, Andrés Manuel López Obrador, afirmó sin rubor alguno que él se encargará de separar el poder económico del poder político. Tal aseveración es por demás ingenua porque el poder político es orgánico y relativamente subordinado al poder económico. AMLO da a entender de un vínculo perverso entre grandes capitalistas y altos funcionarios gubernamentales quienes constituyen la Mafia del Poder que ha generado la profunda corrupción existente. En tal sentido tiene mucho de razón, pero el problema reside, contradictoriamente, en que el propio AMLO ha dicho que perdonará a la mafia. A la cultura del poder debemos contraponer el poder de la cultura…