Decimocuarto

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

Todo cabe en La novela inconclusa. Sólo debo aprender a acomodarlo, sobre la marcha, sin detenerme, sin olvidar nada: la carpeta de hojas sueltas, el cadáver de Antúnez, Manuel, Magdalena, Marina, la narradora omnisciente, la mujer de los zapatos rojos, yo invisible, los cinco encuentros de Tere con Raúl, mi invención de oficios calculados para el encierro (la crítica literaria cuando ya sólo me asome al mundo por la ventana, la edición de libros inhóspitos tras mis rejas). “Es obvio que encontraste una formulita y la estás repitiendo ad nauseam,” me comenta un amigo, y le doy la razón. Parecen palos de ciega, contra cualquier bulto, contra la pared, contra el aire en medio de la estancia a unos pasos del comedor y sus seis sillas sin cojines, la mesa cubierta de documentos viejos, cartas, revistas, calendarios de mis farmacias de preferencia. Suena el primer avión de la madrugada. ¿Quién eres? ¿Quién toca a la puerta con los nudillos? ¿De quién fue la mano? Creo que la escritura está volteando a observarse como si fuera alguien en retrospectiva. Creo que se extingue una forma casi humana en mi parque de troncos fracturados donde las ramas tapizan la tierra con sus hojas, se mezclan con el lodo y las hierbas, no crujen cuando las piso, a causa de la humedad o la pisada misma que aplasta su contraparte, la sombra, borra cualquier huella para no perseguirse de regreso. Creo que las personas no identifican los verbos que les corresponden. Creo que la historia no es verosímil. Si el parque fuera simbólico tendría que descifrarlo y concluir es mi mente en busca de perder su contenido (¿qué quise decir y por qué no me expreso de manera directa); si fuera real, tendría que preguntarme qué hago ahí, cómo llegué, quién mutiló los troncos, dejó intactos los arbustos: debajo se esconden las ratas, arrastran sus alas los pájaros. No sirven los circunloquios si no se resuelve antes el problema del significado y la trama. En mi caminata de hoy en la tarde una mamá le dirá a su hija: “los parques no me gustan… como que no tienen chiste… son aburridos”. La hija guardará silencio, el perro guardará silencio, yo guardaré silencio. Luego me toparé —cuán oportunamente— con el señor y su Investidura ceñida al cuerpo, como si fuera una segunda piel: suya, suya, suya. Fingiré que no lo conozco; me aclararía que él es yo y punto, somos él y punto. Pero le voy a seguir la pista. Quiero ver cómo se va el señor. Quiero ver cuánto destruye con esa risa en la cara. Quiero ver si se lleva la Investidura, que no luce muy bien: arrugada, manoseada, sucia, aunque todavía no es un harapo, todavía funciona como espejo. ¿Dónde traerá el señor los mandatos del pueblo? Tal reforma, tal consigna, tal versión de la democracia, el croquis de su “humanismo” en blanco y negro, con apuntes en los márgenes, su famosa “conciencia limpia” que presume a gritos en las numerosas plazas de la república donde estoy yo, estamos nosotros, hasta ahora presentes o ausentes.

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