Destino

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

Me ocurre a menudo que cuando protesto de modo, creo, sensato ante actitudes o hechos que considero incorrectos, negativos, hirientes o inadmisibles la reacción de mi interlocutor o interlocutora es señalar con rapidez mi desequilibrio, mi descontrol, mi preocupante susceptibilidad e, incluso, aludir a una forma de trastorno que debo atender o habrá consecuencias que a largo plazo me dejarán aislada; es decir, muy sola. De inmediato procedo a sentirme culpable, al menos responsable, y ofrezco tantas disculpas que nuevamente parezco sospechosa, alterada. Mis manos se mueven como pájaros sin alas y en mi voz noto un tono de agudeza perturbador; intento alegar que la justicia, la razón, están de mi lado, pero me derrota mi propia altisonancia y guardo silencio. Sé que no habrá segundas oportunidades. Cuelgo el teléfono. Elimino el mensaje. Quito mi nombre. Borro la carta. Apago mi computadora. Cierro la puerta.

Abundan los ejemplos de esta circunstancia que se repite en mis tratos con lo que llamo mundo cuando me conviene, gente cuando me lastima. Por sencillo y emblemático había elegido exponer el caso de mi relación con mi antiguo podólogo —tuve que abandonarlo— a cuya minúscula clínica acudí durante años un viernes de cada mes, a las once en punto. Don Miguel, alto, taciturno, apenas amable, siempre me recibió como si yo hubiera llegado con retraso y él tuviera prisa, por lo cual las sesiones de 40 minutos se fueron haciendo progresivamente tensas y los instrumentos punzocortantes, más peligrosos. En una de las últimas citas, luego de aguantar varias punzadas de dolor, me atreví a quejarme por la sangre que escurría de la uña del dedo gordo de mi pie derecho, y Don Miguel se levantó de su silla molesto, me dijo que yo era una persona demasiado delicada y que él no podía trabajar con alguien así: “la debo curar y usted no me lo permite… póngase sus calcetas…a ver si para la próxima”. Le pedí perdón y le di doble propina. Ya en la calle lamenté la fatalidad de mi carácter.

Pero esta anécdota de mis pies es tan trivial que no puede ser representativa. Don Miguel ejerce un oficio provechoso para la sociedad y seguramente duerme en paz por las noches, aunque no da la impresión de estar satisfecho, sino más bien resignado. Hay fotos de congresos de podología en su cubículo y, en la mayor parte, don Miguel se ve sombrío, ni siquiera triste, que al menos denotaría un alma con aspiraciones contrariadas. Lo imagino comiendo con sus colegas, después de oír las conferencias sobre los avances recientes de su disciplina; bolitas de migajón en la servilleta junto a su vaso de limonada, unos cuantos granos de arroz dispersos en el mantel, quizás uno pegado a su muñeca.

A veces me reúno con adultos infelices. Sueltan palabras ásperas, irónicas acerca del éxito ajeno y la pobreza del presente en comparación con el glorioso pasado. No los contradigo. Son mis prójimos. La sensación de cercanía irremediable es incómoda y dificulta los actos simples.

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