Vivo hace ocho años con una gata gris, R. —usaré la inicial, pues su nombre es demasiado humano y requeriría de explicaciones casi históricas— que le tiene miedo a todo, incluso a mí. Me permite acariciarla en algunos lugares que ella ha elegido: el tapete del comedor, el sillón negro de la sala, la cama que recorre como un territorio de conquista reciente y en la que se estira, se arquea, extiende las uñas de las patas delanteras, ronronea, entrecierra los ojos. Si me atrevo a mover un pie o cruje la duela o mi mano se pasea como sombra encima de su cuerpo menudo, R. huye velozmente y se oculta detrás de algún mueble. Voy tras ella con pasos cuidadosos, me arrodillo, le hablo o, más bien, le ruego: “ven R., perdóname”. Nunca me hace caso hasta que se le antoja volver a buscarme y se coloca en alguno de sus sitios predilectos y recomienza la ceremonia de las caricias bajo estricta vigilancia. Cuando logro acercarme a ella en las noches, le susurro: “duerme conmigo R.” y a veces se acomoda en el cuenco de mis piernas dobladas después de que apago la luz. Nunca se queda hasta el amanecer.
Me he convertido en una estudiosa del miedo de R. Obviamente es un mecanismo de autodefensa —extraño pues R. no ha sufrido la menor agresión en este departamento al que llegó muy pequeña—, pero también un ejercicio de constantes renuncias, territorios cedidos, placeres abandonados: por ejemplo, ya no sale a la terraza que visitaba a diario para observar pájaros y ardillas porque el gato enorme de los vecinos (con quienes comparto cornisa y reja) le maulló y escupió tras la yedra, y desde entonces R. ni siquiera se asoma, finge que “afuera” es un espacio que no existe, y sus días transcurren entre cuatro paredes donde, por desgracia, debe enfrentarse a otros peligros: el timbre; la aspiradora; el plomero sordo que grita siempre, aunque yo le comente con sutileza que no es necesario; el matamoscas que azoto contra el cielorraso, y obliga a R. a esconderse en un rincón cerca de su arenero (lo cual me pone en una disyuntiva cotidiana: matar moscos y que R. se ausente durante horas o dejarlos zumbar en paz con tal de que no se sienta traicionada por el único ser —no diré persona— en que más o menos confía).
Entiendo a R. Soy malabarista de catástrofes posibles, calculo el tamaño de los precipicios que se abrirían si elijo esto en vez de aquello, si salgo o me encierro. El punto crítico de mis temores es la memoria. Anoto mis pendientes los lunes, los voy completando a lo largo de la semana, tacho los que sobran, subrayo los que me faltan. Me da pánico olvidar el camino de regreso, perder las llaves, caerme. Me asustan las múltiples sirenas y alarmas de la Ciudad de México, ciertas formas tensas de la amabilidad, algunas palabras compuestas —ahorrapack, practicajita—, políticos con sentido del humor, sin sentido del humor, los voceros exaltados del pueblo, ellas, ellos, los focos rotos, los pasillos, las manchas. El miedo no desaparece: sólo se distrae.