Si esto fuera un cuento —lo es en cierta forma— empezaría con la frase: “Creo que estoy perdiendo el sentido del decoro”. Se trata de una mujer. El día en cuestión —cuando se fija en que no se comporta correctamente frente a cinco personas que sí lo hacen con toda espontaneidad— la mujer camina por una calle del centro de la ciudad, no con pasos veloces —imposibles en esa calle estrecha a las 3:30 de la tarde de un viernes o de ese viernes (ninguno ha de ser igual), en que gente, familias enteras, avanzan como escuadrones, se detienen en las tiendas de vestidos de gala, revisan la mercancía de los vendedores ambulantes, esperan a que cambien de verde a rojo los semáforos– sino en zigzag para esquivar los tumultos y no tropezarse con los topes y los puestos. Las calles no tienen nombre. Nadie tiene nombre. Según versiones periodísticas recientes, los comerciantes, “formales e informales”, van armados, incluso los jóvenes que anuncian ofertas junto a las vitrinas: no conviene llamar la atención. Pero no pretendo darle al cuento un matiz político; aludir, por ejemplo, a la señora del señor, a cómo dice “óiganlo bien”; cómo para diferenciarse del señor tal vez acabe siendo más autoritaria. Sólo quiero resaltar la tristeza que siente la mujer cuando observa que su sentido del decoro se esfuma casi al mismo tiempo que ella habla con sus interlocutores.
En el cuento come temprano en una fonda —a fin de llegar puntual a su cita en el centro— y luego de cumplir con sus tres vueltas alrededor del parque —donde varios perros husmean el cadáver de una rata en una de las orillas del pasto seco— se congratula por su eficacia (primer indicio de que la mujer no actúa con normalidad, pues para qué se congratularía, efusivamente además, por no retrasarse). Serán escasas las indagaciones psicológicas y la trama exigua se mantendrá en la superficie. La mujer apenas conoce su conciencia, que yo comparo con una pista de hielo lejana, sin una sola rayadura; quizás acercándome y rompiendo la capa más delgada descubra señales, premoniciones, de lo que le ocurrirá por la tarde delante de cinco personas en el centro. El tono del cuento recordará El final de la historia de Lydia Davis: “Nada era del todo real o resultaba difícil distinguir lo real de lo que no lo era”. Predominará una atmósfera no ominosa, aunque sí desconcertante, de amnesia cotidiana; los pocos datos estarán afuera, no adentro de la mujer que vive en un barrio en la ciudad y un día pierde el sentido del decoro y de regreso a su casa no logra concentrarse en la película que dejó a medias la noche anterior.
El cuento no debe parecer sobrenatural. La mujer se irá quedando dormida frente a la televisión. Se despertará alrededor de las dos de la mañana, incómoda, con dolor de espalda. Algo pasó, pero no logra acordarse exactamente de qué fue. Poco a poco le vendrán a la memoria las caras sorprendidas de las cinco personas. Se levantará, irá al baño, se pondrá su pijama y apagará la luz.
AQ