Ilusión

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

No se debe, pero se puede leer una antología de poetas como un solo poema extenso, con la hipótesis improbable de que la relativa contemporaneidad de los autores y las autoras crea un estilo continuo, un efecto dominó, una cadena de contagios o influencias en la que el último poema parece la consecuencia orgánica, inevitable del primero, y que juntarlos en un volumen no obedece al azar, a la decisión más o menos caprichosa de una teoría y de un editor, sino a una necesidad, pues de otro modo esos poemas existirían como fragmentos dispersos en busca de una obra completa a la que pertenecen por esencia, lo cual es fantasioso, lo sé, y muy tramposo, pues finalmente la circularidad depende de que alguien —yo, en este caso— lea la antología y concluya perversamente que los poemas reunidos son espejos unos de otros.

A pesar de mi propio reparo, pongo en práctica el experimento con la antología The New American Poetry 1945-1960, de Donald Allen (según se lee en la portada de mi edición de 1999, se han vendido más de 100 mil ejemplares desde que se publicó en 1960). La elijo por razones un poco enredosas que no vale la pena explicar aquí; sólo diré que fue uno de mis libros extraviados y que recuperarlo hace unos meses me llenó de alegría —como toparme con un viejo amigo que nunca imaginé volver a ver— e incluso impulsó este ejercicio quizás inútil de ir rastreando conexiones. Ojalá reine la cordura y no mezcle yo los versos hasta la incomprensión ni olvide que hubo un principio y un final y a lo escrito le corresponde un origen y me toca proceder con cautela. En su prefacio Allen describe al grupo de poetas de su compilación como “nuevos jóvenes” —cuántos habrá ya en la historia de la poesía— y usa aquella frase que he leído tantas veces en prólogos e introducciones, oído en tantas charlas y discusiones a lo largo de tantos años que ya funciona como refrán, expresión urgente de un anhelo, esquema común de una utopía: “son nuestra vanguardia”.

El libro comienza con “Los martines pescadores” de Charles Olson: “Lo que no cambia/es la voluntad de cambio/ Despertó, vestido, en su cama. Una/ sola cosa recordaba, los pájaros, cómo/al entrar recorrió las habitaciones/y los metió de vuelta en su jaula, primero la pájara verde,/la de la pata coja, y luego el azul/ el que desearon fuera macho”; y termina con David Meltzer: “El amor empieza. El poeta empieza/a examinar la disolución del Amor./El mar sigue. Nosotros seguimos/ hablando, cada vez más nerviosos, tomando/ demasiado café”. Apunto palabras: abstracto, melancólico, guerra. Aún no descubro el poema extenso; podría escribirlo yo a partir de mis notas. Una composición de campo, tal como la sugiere Olson en su ensayo “El verso proyectivo”, donde indica que el núcleo de toda versificación es la partícula más pequeña: la sílaba, “hija de la unión de la mente y el oído”. Hay que escucharla “constante y escrupulosamente… Se compra al más alto precio: 40 horas al día”. Obedezco y me siento a esperar.

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