Onceavo

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

Para que mi mano derecha se ejercite con la pluma y se aparte unas horas del teclado y también —o sobre todo— para librar algunos obstáculos que se relacionan con lo que una amiga de Tere llama “los pedacitos de tu corazón roto: recógelos, pégalos de nuevo”, he apuntado algunas citas de Anatomía de la crítica, libro de Northrop Frye que mencioné casi por casualidad en el capítulo anterior de La novela inconclusa. Aunque la obra se publicó en 1957, las inquietudes que describe Frye en su “Introducción polémica” tienen plena vigencia: no se han resuelto y quizá nunca se resuelvan; quizá son falacias o propuestas imposibles, pero fundamentales a fin de que siga existiendo el gran proyecto de la verdadera crítica literaria. Tere las valora como “fuentes de eterno aprendizaje”, fórmulas idóneas para que sus reseñas no parezcan un conjunto de comentarios más o menos bien redactados, sino juicios objetivos y profesionales. “¿Qué tal si la crítica es una ciencia además de un arte?” Según deduzco de mi lectura de Frye, la ciencia se refiere a establecer un principio de orden en la literatura que no sea sólo cronológico ni se reduzca a ese “término mágico ‘tradición’” que, por su carácter meramente secuencial, le da cierta coherencia a la enorme lista de libros que llega hasta el día de hoy. El arte proviene de “la experiencia incomunicable” que subsiste en el núcleo de la crítica y que, por una causa obvia —la incomunicabilidad—, Frye no explica; sólo sugiere que no vale la pena usar ese elemento misterioso para construir la estructura conceptual en la que se colocará cualquier texto cuando toque estudiarlo. No queda claro si la estructura se instala de una vez por todas —como una red eléctrica— o si hay que armarla en cada ocasión, con cada libro, porque surge de la obra misma y, por decirlo de algún modo, se enciende —sale a la luz— cuando el poema, el cuento o la novela se lee de manera correcta, sin que el crítico o la crítica intente descifrar y, por lo tanto, vulnerar aquella zona incomunicable que le permite poner en práctica su “arte” e incluso inventar o condenar lo que no entiende. A Frye le parecería positivo que a los críticos ya no se les concibiera como “parásitos o artistas fallidos”, seres áridos e impotentes, y también que se separara de forma inteligible —científica, supongo— la crítica literaria genuina de la historia del gusto, siempre a la merced de los prejuicios y la moda. ¿Pero cómo se evita la intervención o la influencia del propio gusto y cómo se le da el tono adecuado de una teoría? Sin duda es simplista declarar que un libro es bueno porque gusta o malo porque no gusta, salvo si se cuenta con la autoridad suficiente para ir calificando o descalificando, exaltando o cancelando porque se posee el privilegio de la razón estética y moral, o al menos un lenguaje que disfrace y complique el “yo considero, yo siento, yo creo”. Etcétera. Todavía no percibo ningún hilo de oro en mis palabras. Ojo: es apenas el comienzo.

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