Quinto

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

En el primer volumen de su Diario, en la entrada del 13 de mayo de 1979, Alejandro Rossi apunta una sola frase: “Estoy asustado.” Me parece muy razonable: yo también. Hay un cadáver en una cama —el de Antúnez—, varios personajes centrales cuyos nombres comienzan con M —Marina, Magdalena, Manuel, Mariano––, una mujer de zapatos rojos en la recámara donde yo —narradora omnisciente— deambulo invisible e intento averiguar de qué dependen mis poderes y cuánto van a durar. Hay algunos discípulos, algunas discípulas, una empleada doméstica, Yolis, que se encarga de la casa cuyo dueño ha muerto, el abogado Ochoa, una tal Tere que insiste en cobrar vida a mis expensas. Hay una trama que no arranca, se distrae, se posterga, se repite; cuatro botellas de vino rotas en una cocina, la manija ensangrentada de una puerta, cajas, ficheros, una foto, un cuaderno con poemas, anotaciones eruditas, pretenciosas. Según Rossi, se podría escribir un cuento —o, en mi caso, La novela inconclusa— ajustándose a una serie continua de hipótesis: si salgo de la recámara, perderé mi invisibilidad y me toparé en el pasillo con Marina y las dos actuaremos como si fuera normal nuestra presencia en casa de Antúnez y pasaremos a la sala y nos acomodaremos en los sillones y Marina me describirá un viaje imaginario, aburrido, abstracto, por zonas de nieve, barrancas, cielos muy bajos, y sonará el timbre y me asomaré por la ventana y veré a Magdalena con un ramo de flores y le preguntaré a Marina si le abrimos y ella me responderá que el amor de Magdalena por Antúnez empieza a parecerse a una forma de locura; no habla de otra cosa, todo el tiempo lo mismo: “¿me quiere de veras? ¿Qué hago para asegurarme de que le importo? ¿Cómo voy a sobrevivir sin él?” Marina la imita. ¿Sabrá del asesinato de Antúnez? Las historias se cruzan, como conejos en una carretera de alta velocidad. Los coches no logran frenar y aplastan a los conejos. Dentro de uno de los coches va Tere y le ruega al conductor, Raúl, que se detenga, pero es imposible hacerlo a medio camino y, a fin de cuentas, son más los conejos vivos que los muertos. “Pensemos mejor en otros asuntos”, le sugiere Raúl. “¿Qué estás leyendo?” El 12 de abril de 1852 Henry David Thoreau escribe en su diario acerca de lo tosco y vulgar que es su compañero más íntimo y de cuánta desdicha le provoca. “No le tengo respeto a un hombre capaz de convertir el misterio del sexo en una broma grosera y que, sin embargo, cuando uno se refiere al tema con franqueza y seriedad, guarda silencio. Lo considero verdaderamente irreligioso”. El 18 de julio dibuja los meandros de un río: la ribera activa es curva, la pasiva, recta. “Esta es la línea más larga de azul que pinta la naturaleza con flores en nuestros campos…Todos los poetas han temblado al borde de la ciencia”. En un parque cercano al edificio de Tere los militares distribuyen garrafones de agua potable bajo toldos verdes. Podría decirse que son sombras de sombras. ¿Pero quién lo diría?

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