
Hay dos tipos de risa: la que se ríe contigo y la que se ríe de ti. Por más que eventualmente se parezcan, son no sólo distintas sino a menudo antípodas. Si una requiere de cierta ligereza, amén de un generoso sentido del humor, la otra se alimenta de pura mala leche. No es fácil, por supuesto, hacer reír al prójimo de buena gana, por eso nunca falta quien se burle a costillas de quienes lo intentamos, desde la confortable barrera del escarnio.
Tengo para mí que el ejercicio sano del humor es parte medular de la inteligencia. Cierto es que la etiqueta de comediante suele revestir poca seriedad, especialmente entre los faltos de ingenio, que así cobran venganza por su triste escasez de entendederas. Habría que ver, no obstante, cuántas vueltas, maromas y retruécanos le toma al comediante encontrarle la gracia a la realidad chata y con frecuencia esquiva. Hacer un chiste, celebrarlo, esparcirlo, es también comprender y sopesar una verdad tan clara, y a veces tan absurda, que irremediablemente llama a la hilaridad. Groucho Marx lo sabía y no era ningún bruto.
Nunca, que yo recuerde, le he escuchado un buen chiste a Donald Trump, y tampoco lo he visto carcajearse a sus anchas. La gracia, para él, consiste en hacer mofa de los otros hasta nulificarlos mediante vilipendios, injurias y calumnias que causan muchas risas entre sus devotos. Risas ruines, pringosas, móndrigas, rencorosas, hijas de los complejos y las cortedades, huérfanas de alegría y desiertas del mínimo talento. Risas que odian la risa de verdad, básicamente porque no le entienden.
“Comediante modestamente exitoso”, llamó Trump al presidente Volodímir Zelenski, con la expresa intención de regatearle el crédito dos veces. “¿Quién tomaría en serio a un humorista?”, dice al fin el mensaje del inquilino de la Casa Blanca, cuya obsesión por ser tomado en serio es sin duda materia de diván. Cabría recordar, no obstante, que quien habla y se quiere digno de confianza es un golpista y criminal convicto, cuya palabra suele cotizarse por debajo de los chistes más malos; situación que en sí misma invita a zarandear la mandíbula, aunque sea a las propias costillas. Y es que esto es cosa seria, si no de qué carajo estaría uno riéndose.
Cuenta Robert De Niro, en su papel de Rupert Pupkin para la película El rey de la comedia, que cuando necesita hacer un chiste recuerda sus momentos más miserables y, como es natural, le gana la risa. Justamente porque nuestros peores recuerdos son invariablemente cosa seria, gozamos del sagrado privilegio de cualquier día pitorrearnos de ellos, no porque hayan dejado de doler, sino porque eso estamos intentando. Mirar hacia adelante, recobrar la alegría, ganar en ligereza y comprender al mundo incomprensible: para eso, entre otras cosas, sirve la risa.
Cuando niño, mi padre solía atribuir mi pésima conducta en el colegio a que era yo “el payaso de la clase”. Muchos años después, le pregunté cómo había llegado a esa conclusión. Conteniendo la risa, me confesó que él, en su momento, también había sido el bufón del salón. Y lo cierto es que quienes encontramos placer sano y fructífero en hacer a la gente reír de buena gana pagamos, desde niños, cuotas altas por esta inclinación. La manada es brutal, más todavía a esa edad, y prefiere mofarse a nada más reírse.
A veces, cuando tengo que escribir una carta difícil y engorrosa, comienzo por hacer una parodia, tras lo cual el trabajo se simplifica, puesto que el solo esfuerzo de tornarlo absurdo me ha llevado a la médula del asunto. Y es que la risa implica un trabajo sesudo. No hay modo de reírse sin pensar, a menos que se trate de una risa imbécil. Por eso insisto en creer que el menosprecio del farolero Trump por el ingenio nato del cómico Zelenski es una mera confesión de impotencia. Por más que vocifere, es el tonto del chiste. Y fatalmente el último en captarlo.