
A la par del ingenio y el buen gusto, la elegancia no se puede fingir. Contra lo que suponen quienes lo intentan denodadamente, lo elegante jamás peca de rebuscado, ni pretende apreciar lo incomprensible, ni hace el mínimo esfuerzo por destacarse, ya que esto último ocurre de cualquier manera con la sencillez propia de un atardecer. Nada hay, pues, tan difícil como la elegancia cuando se teme ser desenmascarado como el palurdo que se espera al domingo para ostentar la gracia que le falta.
Dice uno que su traje es “dominguero” cuando resulta que no tiene otro, o que es quizás el único presentable, o que está más allá de su nivel de vida. Es posible que todos se den cuenta del truco, pero parte de los buenos modales consiste en no decirle al presumido que está haciendo un papel embarazoso, dado que sus carencias son tan evidentes como la rigidez con que busca la forma de disimularlas. Y si esto ya es notorio en el atuendo, ¿qué no sucederá con la palabrería de quien se regodea derrochando vocablos artificiosos que su hambre de renombre ha encontrado elegantes?
Ocurre en todos los estratos sociales, siempre con una pátina de solemnidad que estira y encorseta al de la voz, para quien Lo Importante ha de decirse entre ecos protocolarios destinados a hacerse hitos históricos. Ahora bien, lo que en el policía de crucero es un empeño en pro de la urbanidad, en labios del político resulta un antiquísimo —rancio, vale decir— recurso del engaño. Y no es que nos engañen, finalmente, si en su impostura enseñan los calzones del arribista zafio y pueblerino, listo para empaparse de ignominia con tal de separarse del montón.
Hoy que el patrioterismo está de moda entre los anacrónicos, se multiplican los aldeanos pretenciosos que repiten o acuñan vocablos inusuales, erróneos o imposibles, con la sola intención de ganarse un respeto inconcebible ya entre quienes pisaron una preparatoria. Como todos los cursis contumaces, nada de cuanto dicen —y en realidad declaman— puede aspirar a ser tomado en serio, ni contiene el menor atisbo de franqueza. ¿O es que he de imaginarme a mi mujer diciéndome al oído que nuestro aniversario de casados es para ella una fecha sustantiva? ¿Debería responder, en dado caso, que su sola elocuencia me ha aperturado entera la válvula cardíaca? ¿Para qué iba uno a abrir una cuenta de cheques, pudiendo aperturarla a todo lujo?
Por regla general, se aprende a emplear la lengua dominguera con una monedita entre los glúteos. La idea es que no se caiga, mientras impresionamos a los papanatas con un amplio despliegue de naderías huecas y alambicadas, a las cuales habrán de replicar con idéntica fanfarronería, como si el mundo entero estuviera de acuerdo en pretender que sabe lo que nunca ha sabido, ni desea saber porque al final tampoco le interesa. La lengua dominguera es un baile de máscaras sin máscaras, donde la adulación es la única forma de confidencia y ser inconsecuente es garantía de buena educación.
Contra lo que suponen sus pomposos usuarios, la lengua dominguera suele ser más corriente que un monigote de Lladró con rebabas. A menudo, su abuso no es menos agresivo y grotesco que los peores errores ortográficos, amén de despertar una vergüenza ajena que sólo deja sitio para risa o pesar. ¿Qué nos queda esperar de esos representantes populares que no pueden pararse delante de un micrófono sin triturar el aire con el culo? ¿No debería ser noticia su fracaso como simuladores, en lugar de granjearles la consideración de otros tantos catetos de criterio baldío y habla vehementemente ornamental?
Muy rara vez resiste la lengua dominguera el veredicto áspero del diccionario, mas ello está bien lejos de regatearle el sueño al orador robótico que escupe zafiedades y cursilerías sin rastro de control de calidad y con plena conciencia de su falsa elegancia. Total, nadie se fija, y menos en domingo.