El autor del único diccionario jurídico en lengua indígena con el que cuenta México está preso desde hace una década, sin tetlatlahuilistli, es decir, sin sentencia aun cuando no ha tenido intérprete ni abogado fijo de oficio.
Sigue recluido a pesar de que el protocolo de la ONU ratificó que sufrió tortura y de que su detención no cumplió con el debido proceso y no se le concedió amnistía.
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Eliseo Hernández (Teziutlán, 1978), preso en el Centro de Alta Seguridad para Delitos de Alto Impacto Secuestro, Extorsión y Delincuencia Organizada No. 1, de Michoacán es un caso simbólico entre los más de 7 mil reclusos de pueblos originarios, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).
En su persona convergen, según una copia de su expediente al que tuvo acceso MILENIO, la mayoría de las deficiencias del sistema judicial que afectan a los indígenas, alertas rojas al Estado de derecho que la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) resume en discriminación, falta de abogado, traductor, dinero e incultura de la otredad.
Al momento de su detención, el 18 de julio de 2014 –hace más de 10 años– no existía en el país ninguna herramienta que explicara a los reclusos cuya lengua no es el español, los términos jurídicos mínimos en alguna de las 364 variantes de lenguas indígenas, ni siquiera de las del náhuatl que es la más hablada en México (1.65 millones de personas), misma que es usada por el 16 por ciento del total de encarcelados.
Así que Eliseo Hernández sintió volverse loco cuando detectó que en el náhuatl, su lengua madre, no existían las palabras precisas para entender el embrollo en el que estaba y sigue metido. ¿Ministerio Público?, ¿apelación?, ¿amparo?, ¿diligencia?, ¿fiscalía?, ¿auto de formal prisión?, ¿apelación?, ¿careo?
Se dio cuenta de que requeriría una traducción especial del argot leguleyo y de que no existía lo mínimo para defenderse de la tortura a la que fue sujeto después de que los policías pusieron una bolsa en su cabeza y sintió morir de asfixia, al punto de orinarse y defecar en los pantalones de puro miedo.
Recientemente, el Congreso de la Unión amplió las facultades de la figura presidencial para liberar o indultar a personas, ahora sin intermediarios. La anterior Ley de Amnistía establecía una comisión dependiente de la Secretaría de Gobernación, la cual estaba facultada para analizar cada caso, como requisito para otorgar el beneficio.
Les enojó que no hablara español
De acuerdo con la versión del inculpado, todo empezó cuando él esperaba a la propietaria de un local en Morelia que pretendía rentar y “de la nada” aparecieron en la calle algunas patrullas de la entonces Policía Federal.
En ese tiempo había operativos constantes bajo el discurso federal de combate a la delincuencia organizada en la zona; soldados y policías armados eran parte del paisaje cotidiano.
“No le di importancia cuando los vi venir hasta que cortaron cartucho y me apuntaron”, dice Eliseo Hernández en entrevista con MILENIO. “Me pidieron una identificación, les di mi credencial de votar con dirección en Tamaulipas, donde la había sacado, porque trabajaba en un lugar cerca de mi pueblo”, en la frontera veracruzana.
Los oficiales husmearon los datos del documento. Uno de ellos lo miró de arriba abajo y dijo algunas palabras que Eliseo entendió como “piso” y “halcón” antes de caer doblado del dolor por un culatazo en la boca del estómago. Luego, patadas por todo el cuerpo, esposas en las muñecas y una bota sobre la cabeza.
“Se enojaban porque yo no hablaba español”, recuerda Eliseo.
La mayoría de los seis millones de personas que son usuarios de una lengua indígena en México tienen un grado de comprensión del castellano que depende de la región y del nivel socioeconómico de su familia o localidad. El de Eliseo era básico en aquel entonces, entendía a medias y esto desesperó a los oficiales. “Me detuvieron sin orden de aprehensión”, afirma.
Simplemente lo subieron a la patrulla y siguieron en lo suyo. Se dirigieron a una casa de dos pisos que violentaron a empellones contra el portón. De ahí sacaron a dos “güeros” (mestizos) y una laptop. Ya en fiscalía, Eliseo escuchó gritos desesperados de dolor aún desde la patrulla.
Trataba de entender lo que pasaba cuando abrieron el vehículo y su cabeza quedó colgando desde el asiento trasero hacia el exterior, maniatado. Ahí mismo lo envolvieron con la bolsa, “¡habla español, hijo de la chingada, habla español!”, le exigían.
La Constitución ordena garantizar a todas las personas que hablan una lengua indígena un traductor, pero la realidad es que no había ni uno en el Centro de Alta Seguridad michoacano.
Pocos intérpretes y mal pagados
Actualmente, el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (Inali) tiene registrados oficialmente en su padrón a mil 153 intérpretes en todo el país pero, a decir de diversas organizaciones, estos no son suficientes para cubrir las necesidades.
“Muchos de esos intérpretes se lo piensan dos veces para trabajar en las audiencias porque son jornadas de hasta 12 horas por 2 mil pesos, en el mejor de los casos”, reconoce Juventino García, presidente de la Organización Coordinadora de Traductores e Intérpretes en Lenguas Nacionales de México.
“Es un trabajo extenuante: hay que explicar mucho para suplir las palabras que no existen en las lenguas indígenas, porque tanto el lenguaje como el sistema de justicia son distintos a los usos y costumbres”, detalla García.
“Además no hay una buena capacitación: a los intérpretes les dan un taller de un mes o un diplomado de tres meses, a los que van dos veces a la semana por dos horas y no es suficiente para todo lo que requiere un caso judicial, antes nos entrenaban por seis meses durante ocho horas diarias”, advierte.
Estas deficiencias tienen un impacto negativo que no se ha resuelto a pesar de la atención. En 2021, el Inegi documentó que el 85 por ciento de los presos de pueblos originarios no tuvo acceso a un intérprete.
En marzo pasado, durante el 23 Foro Permanente sobre la Cuestiones Indígenas realizado por la ONU en Nueva York, Eduardo Marguth, coordinador de la Red de Intérpretes y promotores interculturales, de Oaxaca, realizó un pronunciamiento público para exigir justicia para los indígenas detenidos sin intérpretes que desconocen los motivos de su detención.
“Han sido abandonados por el Estado mexicano”, reprochó.
Y no solo abandonado, sino perdido y desconcertado se sintió Eliseo Hernández cuando salió de aquella patrulla una década atrás y vio a más gente “emplasticada” (por la bolsa de plástico en la cabeza) como él. Un espectáculo dantesco no solo por lo visual, sino por todo lo que captaron los sentidos: olor a putrefacción, la imposibilidad de ayudarlos y los gritos desesperados.
“Estoy embarazada, me van a provocar un aborto”, escuchó de una voz femenina antes de entrar a un cuarto oscuro. Un agente le pidió a esa mujer reconocer que era gente del Cártel del Golfo –“de allá es tu credencial, ¿no?”– y le hundió los dedos en los dos ojos que después derivó en coágulos.
La tortura en México es una práctica que no logra erradicarse en las corporaciones policíacas. La organización Causa Común denunció que tan solo en los primeros seis meses de 2024, se registraron al menos dos mil 185 atrocidades en México, la mayoría por parte de las supuestas fuerzas del orden, una cifra similar a los tiempos en que Eliseo Hernández pisó la fiscalía.
El informe Galería del horror: atrocidades y eventos de alto impacto registrados en medios periodísticos, de Causa en Común, detalla que, entre enero y junio de 2024, hubo un promedio diario de 12 atrocidades y 27 víctimas.
Una década atrás, Eliseo Hernández quería responder a los federales, explicarles que traía dinero en efectivo para abrir un negocio porque en Veracruz le había ido muy bien con un puesto de tamales y quería expandirse en la capital michoacana. Pretendía explicarlo en castellano pero de su boca no salían más que palabras en náhuatl.
—"¡No te hagas pendejo!"– seguían insultándolo los federales.
‘Intlatoli hen techhauilía ken se iyoto axulei mo patla nochi maseualmen ipan nochi tonali. Noijkiro ken se yoltlajtoni kototsin non techixma’ (*).
Los policías volvían a ponerle una y otra vez el plástico en la cabeza contra la nariz y los labios hasta casi matarlo, según documentó el protocolo de Estambul que aplica la ONU para casos de tortura, en el cual dio positivo.
Ocho años después, cuando Eliseo Hernández logró publicar su Breve diccionario jurídico náhuatl, con apoyo del Sistema Penitenciario del Estado de Michoacán, recordó para el prólogo aquellos conceptos que intentaba transmitir a sus victimarios el día de su captura:
(*) “Es la palabra y solo la palabra el único producto cultural irremplazable de todas las culturas y de todos los tiempos”.
Exige su libertad
Eliseo Hernández sabe ahora que la falta de tlanetlilli (intérprete), entre otras cosas, lo refundieron en prisión, que las notsalistli (diligencias) han sido un desastre porque él no se ha entendido con los kualamatinis (letrados) y apuesta a las sempayanoi (impugnaciones) y teiljuilyli (apelaciones) para lograr una Tetlatlahuilistli (sentencia a su favor).
Pide su libertad “por desvanecimiento de datos” y un “incidente de nulidad por violaciones de los derechos humanos y formalidades al procedimiento”, es decir: ‘Tlakaxoxoujkayotl pampa uetsi tlachiuali. Y tlajtlanilistli uetsis teipannextica pampa amo motlepanitak ueyi tlanauatilamatl tlali mexko’.
Tenerlo claro le costó sudor, lágrimas, noches de desvelos. Caer en el pantano de la inexistencia de términos paralelos en su lengua materna.
Juventino García, de la Coordinadora de Traductores, explica así la ausencia de diccionarios:
“Los sistemas normativos de los pueblos originarios son diferentes al sistema occidental, entonces, hay que explicar los términos con demasiadas palabras para que más o menos entiendan lo que significan ciertos conceptos. Por ejemplo, en ningún sistema indígena existen los amparos”, detalla.
Eliseo Hernández trataba de explicar eso a sus compañeros los primeros días de su reclusión una mañana en que lo observaba a lo lejos la psicóloga Marcella Nuñez, quien trabajaba para la coordinación del Sistema Penitenciario en Michoacán.
“Lo vi llorar de desesperación, de impotencia porque no le creían que no hablaba español”, recuerda. “Me di cuenta, entonces, que ese hombre necesitaba ayuda urgente, no solo psicológica sino de muchas formas”.
Entre ella y María Guadalupe López, quien defendió algunos casos indígenas en el penal de Michoacán, lo empujaron a pensar en la posibilidad de un diccionario jurídico náhuatl. Habló y leyó más del castellano y poco a poco se iluminó su vida, comprendió su situación y hasta se interesó en otros idiomas. Con apoyo de sus aliadas se hizo de otros diccionarios en francés, portugués y alemán para perfeccionar su técnica de traducción y armar palabras.
“¿Estás loco, mejor estudia inglés”, le decían sus compañeros.
Él insistió durante años hasta que en 2022 se publicó su diccionario en Letra Franca Ediciones. A la presentación acudió la crema y nata del sistema penitenciario local, se tomaron fotos. Los meses pasaron y Eliseo volvió al olvido de sus 10 años sin ‘Tetlatlahuilistli’.
Este diario intentó hablar personalmente con el recluso en el centro penitenciario, pero no hubo respuesta positiva a la petición. Las entrevistas se llevaron a cabo en 10 sesiones telefónicas intermitentes.
Marcella Núñez, quien mantiene una comunicación con él, afirma que se encuentra “desgastado”, “depresivo” y “físicamente agotado” porque desestiman sus argumentos, porque su familia no lo visita en la lejanía y la falta de recursos. Además, varios abogados lo han engañado y ya no confía.
En cambio, él ha defendido a otros hasta la liberación, a pesar de que eran casos complicados como el suyo, sin posibilidad de amnistía por tratarse de acusaciones de delitos federales, no del fuero común. Para animarse un poco, se metió a estudiar la licenciatura de Lengua y Cultura en la Universidad Intercultural Indígena.
“Merece poner la luz en su caso, una revisión”, sugiere Marcella.
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