El desierto de Arizona es igual o más peligroso que la caja de un tráiler que cruza por Texas.
El recorrido de un migrante no termina al cruzar el muro de ese lado de la frontera. La travesía apenas inicia. Se trata de caminar hasta siete días bajo el rayo del sol y en medio de temperaturas que superan 40 grados.
A veces los migrantes continúan su recorrido caminando en el desierto sin agua, sin alimentos y expuestos a ser descubiertos por agentes de la Patrulla Fronteriza en cualquier momento, quienes los detienen y deportan de inmediato.
Además, sin un rumbo preciso, en ocasiones dan vueltas en círculos en medio de un desierto que parece igual. Los traficantes a veces ofrecen en el paquete de cruce un punto de recolección, pero ya en territorio estadunidense. Llegar a ellos, en caso de que cumplan con localizarlos, es un reto más por superar en su larga travesía.
En medio de los riesgos y el racismo imperante en esa región del sur del país, un grupo de norteamericanos pertenecientes a la Iglesia Presbiteriana de Tucson conformaron hace ya 20 años el grupo de samaritanos que no deja pasar un día sin visitar el desierto y colocar botellas de agua que pueden salvar vidas.
MILENIO acompañó a este grupo que apenas habla español. La única frase que memorizaron es: “somos amigos, traemos agua. Dios te bendiga”.
Así, se internan en el desierto buscando puntos de cruce frecuente y colocan galones de agua con la fecha y un mensaje de aliento. En esta ocasión hallaron ropa que parecía de uso reciente, una gorra y varias botellas de agua.
A veces han encontrado personas que yacen bajo un árbol sin la fuerza para incorporarse. Les ofrecen agua y les preguntan si desean seguir adelante o entregarse a las autoridades. Muchas veces optan por lo segundo.
“La travesía de ellos no empieza en este desierto, empieza desde mucho antes; a veces, cuando llegan a la frontera, lo hacen deshidratados, mal comidos, mal dormidos, entonces su fuerza no es tanta.
“Ellos ya vienen vulnerables a cualquier peligro, se deshidratan o caen enfermos más rápido. Yo sé que han sufrido mucho, hay un sistema que los derrota y un negocio que se aprovecha de ellos”, señala Dora Rodríguez, perteneciente a la organización Salvavisión, pero que también acude con los samaritanos de la Iglesia Presbiteriana.
Este grupo que hace labores humanitarias desde hace dos décadas está integrado en su mayoría por adultos de más de 50 años, todos de origen estadunidense, que no ven la migración como un acto criminal, sino como un derecho humano.
“Yo pertenezco a un grupo que hace trabajo político para intentar modificar las leyes migratorias y que no tengan estas barreras. Toda la gente que fue hoy al desierto impulsa una migración ordenada con procesos legales y ayuda a que la gente tenga una mejor vida”, señala Bárbara Lemmon, originaria de Tucson, pero que vivió cuatro años en Cuernavaca, Morelos.
Ella dedica su tiempo a prestar servicio comunitario en un albergue en Arivaca, en Arizona, a menos de 15 millas de la frontera con México y un punto de llegada para los migrantes.
En este centro que abrió sus puertas hace más de 15 años se brinda atención médica, alimentos y agua, pero también asesoría legal para quienes cruzaron de manera irregular, huyendo de la violencia o la miseria en sus lugares de origen y buscando ver a un juez para pedirle asilo, y que hoy, debido al programa Quédate en México, optan por cruzar por sus propios medios aun bajo el riesgo de morir en el desierto.