Daniela es originaria de un país con fronteras invisibles, delimitadas por las pandillas, donde trabajar en un barrio distinto al que vivía fue su sentencia al exilio. En El Salvador, todo aquel que rebase estos límites es sospechoso de llevar información a los adversarios, por lo que fue acreedora a una golpiza con la que le fracturaron la clavícula “me llevaron al hospital, regresé, estuve en cama y después de eso ya no tenía paz”, narró a MILENIO.
Ha pasado más de un año desde que Daniela llegó a las interminables filas de la Comisión Mexicana de Atención a Refugiados de Chiapas, y su hombro aún no recupera la movilidad. Ella piensa que sanará más rápido que las heridas que sufrió en su trayecto a Tijuana, donde hace dos meses le otorgaron el documento para iniciar su nueva vida.
Ese papel al que el Estado llama residencia permanente es una victoria para mujeres como Daniela, quien fue víctima de trata y explotación sexual; sus victimarios habían ofrecido comida para su hijo de apenas siete años y “trabajo” para ella. A raíz de los múltiples abusos se embarazó y tras un aborto espontáneo los médicos le detectaron VIH.
“Por el hecho de que seas mujer y vas sola con tu hijo, ya miran que es una situación buena como para aprovecharse de eso”, refirió.
De acuerdo con el informe “Sin Salida” de Médicos Sin Fronteras, tan solo de enero a septiembre de 2019 se registraron 277 casos de violencia sexual contra migrantes, 139 por ciento más que el mismo periodo del año anterior. De esos casos, el 67.5 por ciento se cometieron contra mujeres, siendo Chiapas y Tabasco los estados más recurrentes debido al tránsito a pie para evitar controles fronterizos.
El caso de Karina, quien decidió cambiarse el nombre por seguridad, es una de ellas. Salió del mismo país que Daniela luego de ser abusada sexualmente al negarse a ser novia de un pandillero, que además la amenazó de muerte si no le daba una cantidad de dinero que ella no podía pagar.
“Estuve unos días en la calle y luego de eso según unas personas me iban a ayudar, pero lo único que querían era un beneficio, al ver que no lo iban a conseguir de mi parte se les hizo fácil y nos corrieron a media noche a mis hijas y a mi”.
De acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, El Salvador tiene una de las tasas más altas de feminicidio, con 6.8 por cada 100 mil mujeres. Mientras que una encuesta nacional sobre violencia contra las mujeres de 2017, reveló que cerca del 67 por ciento de las salvadoreñas mayores de 15 años ha sufrido algún tipo de violencia de género. Karina no quería eso para ella ni sus hijas.
Sin embargo, para esta población en específico, el hecho de venir de un país distinto y de estar en un lugar desconocido las posiciona en una situación todavía más vulnerable, desprotegidas y donde sus derechos son invisibilizados, refirió Carolina Farrera, directora de Aldeas Infantiles S.O.S. en Tijuana, donde se les brindó apoyo integral para superar el trauma que les dejó el trayecto.
Cuando la muerte y el hambre acechan a una familia, la necesidad de abandonar el país de origen les hace olvidar que la violencia de género también traspasa las fronteras y recrudece el tránsito de aquellas cuyos acompañantes son solo niños y niñas.
Daniela y Karina transitaron por el país con documentos otorgados por la COMAR, lo que supuestamente abriría caminos de tránsito más seguros, pero un simple papel no es garantía de seguridad. “Cuando yo subí, subí con papeles pero eso no significa que dejé de ser vulnerable”.
LG