Obituario. El luto cubre a Puebla por la muerte de 4 de sus escritores

Con la llegada de la pandemia comenzó la despedida de varios autores poblanos.

José Luis Roberto Martínez Garcilazo | Andrés Lobato
Moisés Ramos Rodríguez
Puebla /

Brian May cantó en 1977: “Ella llegó sin siquiera un cuarto de penique, sin un nombre. Intentaba decir: mucho ruido y pocas nueces”. Así recordé a Gabriela Puente: bebimos vodka hasta que iban a cerrar La Matraca. Y no la he vuelto a ver. Vi un obituario que hablaba de ella. Recordé otra parte de esa canción: “Todo murió, todo murió… Por supuesto, no creo que estés muerta y que te hayas ido”.

Gabriela es integrante de un grupo selecto, como lo quiso ser: forma parte de la pléyade de escritores que, hasta ahora, murieron durante el confinamiento por “Covid 666”. Muchos recuerdan el 20 de marzo del año 2020 como el inicio del fin del mundo: comenzaron las restricciones por una pandemia: todos a embozarse.


Pocos días después moría en el Hospital del Issste el poeta, narrador, promotor cultural y excelente amigo, José Luis Roberto Martínez Garcilazo. No falleció por el mal que ya no necesitó de la Nao de China para hacerse poblano. Otras complicaciones terminaron con su vida física.

Tallerista, profesor, doctor en Letras por la UAP pero sobre todo poeta, escribía una novela. Fue la primera pérdida para la literatura poblana en la más larga temporada de restricciones sociales.


Todavía para el nacido en 1960 en San Andrés Chalchicomula hubo velorio, pero las restricciones comenzaron a hacerse notar: muchos no quisieron ir a la funeraria. Otros, ya ahí, ni se quitaban la máscara llamada cubreboca ni daban ni recibían la mano, menos un abrazo.

Por decisión de su familia, el cuerpo del poeta Garcilazo fue incinerado. En ese tiempo comenzó la práctica que para muchos se ha alargado: al ser víctimas del “Covid 666”, a su familia no les entregaron el cuerpo para su velorio, sino una urna con sus cenizas.

Empezaron a cerrarse los centros de reunión, incluidos los culturales. No hubo ni cómo hacerle un homenaje al poeta que, en su casi adolescencia, en los años 70, en la universidad donde se doctoró, quiso “tomar al cielo por asalto”. Sus libros, por cierto, están en las Librerías UAP.

Comenzó así una larga despedida, en una temporada que no termina y ya se hizo de varios escritores poblanos además de él, aunque no hayan muerto por el mal, dicen, de origen asiático. Ha pasado un año y siete meses. El recuento de los daños apenas comienza. En los estantes faltan obras de poblanos que quizá ya no veamos publicadas: “Todo murió, todo murió… Pero no debería entristecerme: en su momento, a todos nos llega la hora”, canta Brian May.

Una chica sin nombre

Recuerdo que tenía una microtienda en los bajos de su casa de la Avenida 5 Poniente, junto a una cantina que ha desaparecido, y con ella su nombre de mi memoria.

Gabriela Puente era rubia y tenía el cabello leonino. Incursionó en las ventas para un periódico local, pero pronto vio que eso no era lo suyo. Se involucró en el rock en los 90 (había nacido en marzo de 1974), pero no iba a ser la Janis Joplin de Cuetlaxcoapan.


Un día me mostró un libro que acababa de imprimir: Poesía es magia corriente, de Miguel Maldonado. Aprovechando los trabajos de ella y de su novia Patricia Cordero, instaló una imprenta en su casa (Talleres Caja Negra) e hizo poemarios con papel de estraza, de los cuales el segundo fue el suyo, El destrazadero (cuaderno de los ya ni modos); el tercero fue de otro Miguel, Andrade, en S E: straza ediciones.

Su letra era pequeña, como si fuera tímida y bajara los ojos al ser puesta en el papel. Su voz se había enronquecido de tabaco, alcohol y reveses amorosos, y buscó afanosa hacerse oír, en un mundo de “so much ado'bout nothing”.

Dio hasta de Patadas bajo la mesa, e hizo del escándalo (en diversos formatos) su insignia pasajera. Escribió su Papelera con el mal de todos los poetas: siempre temiendo que la poesía no pudiera estar ahí y que fuera inútil ponerla por escrito.

Una noche fría tomaba vodka y yo la escuchaba, más a los ojos que a los oídos Quizá fue la última vez que hablamos. La última vez la vi en la inauguración de la exposición en honor a Yara Almoina: con unos sonidos guturales que querían ser ella, me dijo cosas que sólo ella y yo supimos.

Un día de agosto de 2020 el cartero llamó dos veces: un par de personas, por WhatsApp dijeron que había muerto Gabriela Puente, que no había sido por el “Covid 666”, sino por otros males. Pensé en ella, saliendo de un ataúd, en un acto performático con el que nos recordó que un día moriría.

“La muerte /puede llegar pronto o tardar. / De cualquier modo, siempre / me va a encontrar aquí, / haciendo lo que no debo / y sin haber hecho lo que tenía que hacer”.

Hoy la revista Unidiversidad de la UAP le hace un homenaje en su número 38: https://www.unidiversidad.com.mx/.

Como poeta poblana ha sido y es la primera en muchas cosas: heredera, aunque no quisiera, de Flora Otero, era el extremo opuesto de esa otra, su ancestra poética. Algo leí sobre lo último que estuvo escribiendo. Pero yo sé lo último que dijo en esta vida terrenal aquella noche que vimos parte de la obra de Yara.

Jesús, la jaula invisible

Jesús estaba en la barra del bar Candilejas, en la 9 Norte. No sé si atendía esa barra, si era el propietario o solo cuidaba que no se tocara una canción más de Camilo Sesto.

Tenía junto a él un libro: El Camino de Chuang Tzu, que después me comentó, perdió en algún lado. Se lamentaba por la literatura poblana. Algo decía sobre homenajes y olvidos, nombró a su amigo del alma Alejandro Meneses y aprovechó para descargar su ira sobre los escritores que no leen, los lectores descuidados.

Jesús David Bonilla Fernández, lector atento y desordenado, crítico feroz, era un corrector de estilo que no daba concesiones. Su ferocidad le hacía cancerbero de un idioma al que amaba, pero no como amante, sino como esposo fiel: bebedor impenitente, no soportaba una bebida sin hielo, pero tampoco algo que se quisiera hacer pasar por español sin serlo.

Nos dejó un libro que lo pinta de cuerpo entero, La jaula invisible, que conoció dos ediciones. No necesitó más: corregía con la misma atención con la cual se buscaba en sus autores favoritos. Amaba a Rimbaud, pero despreciaba a los fans del franco.

Bonilla despreció también las modas: las mesas de novedades en las librerías le parecían abominables y prefería buscar en aquellos espacios donde los precios rebajados escondían joyas que pocos, como él, se llevarían.

Una de las varias pasiones de Jesús, “Chucho pa’ los cuates”, era decir las cosas por su nombre. Quizá por ello, por esa exigencia, solo nos dejó ese libro de ensayos pulimentado por la experiencia, la sabiduría y la paciencia, aunque él hubiera rechazado estos adjetivos y se hubiera burlado de ellos, pues desconfiaba del elogio por su carga de falsedad y de veneno.

“Nuestras almas siempre están en prueba y aprendizaje, como anotó Montaigne, y si pudieran tomar forma nos decidiríamos en lugar de ensayarnos. Estos son cuatro pretextos para ensayarme, no hice otra cosa, y ahora son, para mí, registros de mi propia vida”.

La última vez que lo vi le habían cortado un dedo de un pie y caminaba con dificultad. La última vez que hablé con él fue por teléfono: una charla breve, sobre libros, ediciones que estaba preparando y el texto de un poeta que quería le enviara.

Después, otra vez el cartero por WhatsApp, esta vez en mayo del 2021: murió Chucho Bonilla. Había nacido en enero de 1960. Pensé en sus alumnos de la Casa del Escritor y del CCU a los que invitaba a ser feroces ante lo falso. Pensé en sus burlas, bien dirigidas, y en sus veras. Recordé su memoria afilada y su estilo.

Fue otra muerte para la literatura poblana en esta época de pandemia del “Covid 666”. Pocos pudieron asistir a su velorio y a su entierro sí los hubo. “All dead, all dead, all the dreams we had, and I wonder why I still live on…”. Brian May dixit, 1977. 

Chogun de Hueyotlipan

¿Por qué se hacía llamar Chogun? Pocos sabían que se refería al shogun o mejor aún al seii taishogun japonés que en español, quiere decir: “Gran general apaciguador de los bárbaros”. Era poeta y corrector de estilo. Al final de cuentas parece que le ganó el prurito de no sentirse a la altura del poeta que quería ser y no publicó si no brevísimas escrituras suyas.

Oficialmente se llama Víctor Jaime Medina Urizar, y egresado del Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica UAP, se distinguió por sus trabajos editoriales ahí, pero también, y de forma especial en la revista In-Tolerancia hace más de veinte años. Había nacido en la década de 1960.


Fue uno de los alumnos del poeta y maestro Gilberto Castellanos Tenorio. Asistió con asiduidad a las reuniones que el de Ajalpan (1945-210) hacía ahora en esta casa, ahora en esa otra.

Era un taller informal donde Castellanos animaba a la escritura y a lectura de obra propia. Nunca fue realmente un taller ni el poeta era el profesor, pero finalmente para más de uno de los asistentes sirvió como tal.

En esas tertulias, con algo de salón francés del siglo XIX y de réplica de éste en el México decimonónico se formó Víctor Jaime. Pero poco de lo que llegó a leer ahí volvió a hacerlo público. Sólo unos breves poemas los publicó en el suplemento Río.

Recuerdo sus traducciones del poeta e.e. cummings, así, con minúsculas, a las cuales dedicó largas y obsesivas sesiones. Ahora, visto a la distancia, mucha de la melancolía del norteamericano la hizo suya.

A cummings sus detractores lo consideraron ilegible, oscuro, o simple y llanamente malo. Pero leyéndolo encuentro mucho de él en Víctor Jaime de quien, alguien me dijo también por WhatsApp en 2020: “Murió”. Ya habían pasado meses. Ya estaban en boga el encierro y la vesania. (Brian May insiste, desde 1977: “All dead, all dead, but in hope I breathe: Of course I don’t believe you’re dead… and gone”).

AFM

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