Recientemente, fue inaugurada una exposición en el Canal de la Perla en colaboración entre el Instituto Municipal de Cultura y Educación y el personal de la Oficina Regional de Culturas Populares en Durango. Y a pesar de que el fotógrafo Miguel Espino no imaginaba que sus imágenes serían consideradas en ella, resulta que existe toda una serie de su autoría que, tras el paso de los años, ha cobrado un gran valor.
El tema del portafolio fue la procesión que se realiza en torno al Señor de Mapimí, que durante los primeros cinco días de agosto de cada año moviliza a miles de fieles católicos en torno a un Jesús crucificado que, para ser salvado de la rebelión de los habitantes originarios en contra de los españoles, fue movilizado en caravanas y aún hoy mueve carretas llenas de devotos provenientes de diversas entidades del país e incluso de los Estados Unidos.
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Y esto ocurre porque los temas donde se fusionan la fe y la historia tienen una enorme relevancia, pero se documentan poco, de ahí la importancia de los fotógrafos con mirada documentalista.
“Yo la desconocía completamente. A pesar de que me gustan mucho las tradiciones y costumbres de La Laguna, no tenía ni idea de El señor de Mapimí y su leyenda, y como tal, me sorprendió que la imagen se ubicara en Cuencamé, Durango”.
Mapimí significa piedra en alto o cerro elevado, y en la época prehispánica, la región conocida hoy como La Laguna, fue habitada por los indígenas tobosos y cocoyomes. Se sabe que los españoles fundaron el pueblo; en este lugar se descubrieron minerales valiosos, lo que propició el asentamiento de los conquistadores, quienes casi de inmediato se enfrentaron a los indígenas, quienes en defensa de su tierra e idiosincrasia atacaron las imágenes religiosas. Fue así que se decidió ocultar al Cristo en el ejido La Flor de Jimulco en Torreón, municipio de Coahuila.
“Por la leyenda se sabe que en el tercer ataque de indígenas, o pueblos originarios para mejor decirlo, para expulsar a los españoles y sobre todo a los misioneros que se quedaron a partir de la explotación minera, fueron los laguneros los que los enfrentaron, tobosos, y se puede pensar que atacaron lo que orillo a llevar en procesión al señor de Mapimí”.
Miguel Espino, de esta forma, se dio a la tarea de documentar la procesión en el tiempo contemporáneo, encontrando que tras la imagen religiosa, los milagros cotidianos se suceden en cascada. Es decir, en caravanas avanzan familias completas que durante cuatro o cinco días comparten su fe, pero también alimentos, refugio y compañía con otros peregrinos.
De ahí la importancia de esta tradición, puesto que si bien mueve legiones, no precisamente son representantes de una clase privilegiada y lo poco que llevan consigo están dispuestos a compartirlo en torno a esta fiesta popular religiosa donde se cantan alabados, se baja al cristo de su nicho y se le pasea en las inmediaciones de la parroquia de San Antonio de Padua.
Según los datos históricos, la imagen arribó el 6 de agosto de 1715 a Cuencamé, donde se hallaba una fortaleza militar. Los informes refieren que venían habitantes de la Sierra de Jimulco y de otras partes hasta Cuencamé, con la idea de resguardar el Santo Cristo por miedo a otro ataque de los indios. Así la gente velaba la imagen día y noche.
Desde entonces, los pobladores, principalmente del Cañón de Jimulco, recorren durante días 80 kilómetros aproximadamente, la antigua ruta hacia Cuencamé, por el Cañón de San Diego. Viajan familias enteras en carretas tiradas por caballos, mulas o burros, en lo que se ha convertido en una de las tradiciones populares religiosas más antiguas que aún persisten en nuestros días.
DAED