Viste con calzones holgados, camisa de manta, huaraches de piel cruzada. Cuando viaja en el Metro de la Ciudad de México, José Cupertino Hernández asoma como un quijote en la vorágine de la capital, enfrentándose a una modernidad que relega al indígena al nivel de adorno de identidad, despojo y discriminación.
Pero un día del arranque de este verano insinúa un rumbo diferente: varios usuarios del Sistema de Transporte Colectivo, vestidos de mezclilla, ropa oscura y tenis, lo miran con simpatía y algunos hasta lo felicitan por la indumentaria: “¡Qué bueno, así se hace!”, escucha.
José Cupertino reafirma su batalla por la reivindicación de la vestimenta indígena, que mantiene desde hace una década de manera individual y pública a pesar de no pocos insultos.
Sale de la estación Zócalo y se aposta frente a la Catedral Metropolitana: “Si queremos recuperar lo que nos quitaron o hacer frente a lo que nos quieren quitar, hay que empezar por la ropa”, dice en entrevista con MILENIO después de un viaje de cinco horas desde Tlamamala, Hidalgo.
“Los indígenas vemos la recuperación de la identidad bajo una cosmovisión desde la naturaleza, que para nosotros es sagrada: adoramos el agua, la tierra, el aire, el viento y no queremos contaminarla con la moda actual”, plantea.
Esta visión se contrapone con el modo de producción mundial.
De acuerdo con la Conferencia de la ONU sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), la industria textil es la segunda más contaminante del planeta, responsable de alrededor del 5 por ciento de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Consume alrededor de 215 billones de litros de agua al año (por ejemplo, para producir unos jeans requiere de siete mil 500 litros del líquido) y emite el 9 por ciento de los microplásticos que van a los océanos.
Esta industria produce más emisiones de carbono que todos los vuelos y envíos marítimos internacionales, además de que el uso de recursos no renovables, básicamente las fibras sintéticas obtenidas del petróleo condenan al planeta a ver estancada por miles de años la ropa que nadie quiere porque ya pasó de moda o no se puede reciclar.
Le gritaban “indio” o “Tizoc”
Las tres mudas de prendas de algodón que usa José Cupertino, en cambio, solo necesitan la habilidad de las manos de su madre para darles forma, así como manta e hilos; nada de tintes ni mucho menos. Desde esa posición, él mira el impacto de la industria como una profunda crisis nacional mientras lleva su discurso a las nuevas generaciones que al principio lo veían con recelo.
“La discriminación por la ropa a la usanza indígena estaba entre nosotros mismos: en Tlamamala me gritaban ‘indio’ o ‘Tizoc’”, comenta delante de transeúntes que miran de reojo la bolsa de ixtle que cuelga sobre su hombro, el sombrero de paja, sus calzones, la camisa. Ese resabio es percibido por su hija Katia Hernández, de 19 años.
“Cuando mi papá tomó esa decisión fue muy extraño para mí, nunca lo había visto vestido así ni hablar solamente náhuatl en el pueblo y debo reconocer que hasta sentía vergüenza”, dice Katia.
Padre e hija atraviesan la plancha del Zócalo. Como ya compraron los libros que los trajo a la Ciudad de México se disponen a pasear por la calle Madero, bordeada de tiendas de ropa de las marcas internacionales que cargan el sanbenito intrínseco de la contaminación.
“Con el tiempo puse más atención a sus razones, empecé a escucharlo, a verlo y tener esa comunicación con él y me empecé a sentir muy orgullosa”, agrega frente a la vitrina de algunas de las marcas que habitan edificios neoclásicos protegidos por el Instituto Nacional de Antropología e Historia de esa bulliciosa avenida peatonal.
Los argumentos de José Cupertino sobre la importancia de volver a sus raíces a través de la ropa fueron contundentes para su hija. Pero para los mexicanos en general, el Centro Mexicano del Derecho Ambiental (Cemda) tiene más razones: sólo el 52.5 por ciento de la población mexicana goza de un suministro diario de agua potable en su vivienda; dos terceras partes del territorio se encuentra en situación de estrés hídrico y el 70 por ciento de las aguas superficiales presentan algún grado de contaminación, entre otros males.
¡Calzón impúdico!
José Cupertino es un hombre de campo, el tema le llega a lo más profundo y sabe que no está solo. En la vuelta al uso de la manta con el doble propósito ambientalista y de reivindicación por sus tradiciones lo acompañan la mayoría de las 68 etnias del país que se visten como en la época colonial.
Aunque la vestimenta haya sido impuesta por los españoles durante el proceso de evangelización que condenaba el taparrabos, poco a poco se volvió parte de su identidad.
“Con la cultura es así, la gente se apropia de usos y costumbres y así lo hicieron los indígenas hasta que cayó el estigma en el modo de vestir”, observa Noemí Cadena, etnohistoriadora del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
En 1888 hubo en Jalisco una prohibición del calzón, “¡impúdico!, se transparentan las partes íntimas!”, se decía. Sin embargo, los historiadores coinciden en que el recato fue meramente un pretexto: durante el Porfiriato todo lo indígena se veía como un atraso y hasta las mismas comunidades comenzaron a avergonzarse de sí mismas.
“Si se considera que los indígenas son pobres, flojos e ignorantes, porque así se ha construido el imaginario, ¿quién quiere ser o parecer indígena?”, destaca en entrevista Guadalupe Que Dzul, maya integrante del Caucus Indígena del Comité Intergubernamental sobre Propiedad Intelectual y Recursos Genéticos, Conocimientos Tradicionales y Folclore.
“Ya en la época posrevolucionaria, José Vasconcelos, quien dirigió las políticas educativas del país, llegó con su idea del ‘Ulises criollo’ donde el futuro de México se centró en el mestizaje y el indígena no tenía cabida”, agrega.
“Fue hasta 1994, con la aparición del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) que se revaloró la cultura indígena por ellos mismos y por la sociedad. Poco después se creó un instituto para darles la seriedad. Fue un viraje histórico, aunque todavía lejano a la reivindicación”, precisa Dzul.
De la vergüenza al orgullo
No existe una cifra oficial que dé cuenta de cuántos de los 11.8 millones de indígenas que viven en México han dejado de usar totalmente sus prendas originarias. Defensores de la ropa tradicional calculan que podría ser un porcentaje similar al de las etnias que están a punto de desaparecer: un 23 por ciento.
El Instituto Nacional para los Pueblos Indígenas (INPI) únicamente reconoce la “celeridad” del desuso a medida que la civilización occidental llega a los rincones más apartados de México e incluso se apropia de sus diseños: en 2022 entró en vigor una legislación para proteger el patrimonio cultural de las comunidades del uso de terceros.
Era parte de la batalla contra la llamada “apropiación cultural” que aprovechaban diseñadores y casas de moda internacionales desde años atrás.
Se corre el peligro de que las mujeres ya no tejan maravillosas telas acurrucadas en el suelo apisonado de sus chozas, o que los bordados tradicionales sean sustituidos por confecciones industriales.
“Es más fácil comprar ropa cada vez más barata que apostar por el ixtle [hilo de maguey o agave] o las fibras de palma silvestre (izcotl) o el algodón, que trabajar jornadas agotadoras manejando el huso y el telar o los bordados a mano”, reconoce el IMPI en su página oficial.
Por todas esas complicaciones, José Cupertino reconoce que su causa va a contracorriente, incluso en casa: aunque sus hijos llevan la manta a las fiestas, no siempre se pone el calzón.
Mientras camina por la avenida Madero, la joven Katia porta una blusa holgada bordada en la tradición de su pueblo hidalguense, la cual acompaña con jeans.
José Cupertino dejó de usar los calzones de manta en la primaria. No fue por ‘bullying’ ni mucho menos, sino algo institucional: las autoridades escolares les exigían llevar uniforme, como en todo el país, y no era un asunto negociable ni en las comunidades indígenas como Tlamamala.
“Ya en la preparatoria y en la universidad no pedían uniforme, pero ya me había absorbido el ambiente con los pantalones de mezclilla y las playeras”, reconoce José Cupertino. “Así empecé a ser mestizo”.
Recuperar sus raíces le llevó varias décadas hasta que estudió la maestría en Educación y se dio cuenta que los warakiras, los huicholes y los wixarikas, en vez de esconder sus atuendos, los presumían orgullosos desde niños.
“Para vencer la discriminación hay que vencer el miedo”, observó al recordar a sus abuelos y la importancia de aferrarse a ello con una misión más grande.
“Es necesario que los indígenas nos reivindiquemos, nuestros territorios han sido invadidos por gente extraña y siguen tratando de quitárnoslos para destruir el medio ambiente y por esa situación estamos en la lucha hasta en la manera en que hacemos nuestra vestimenta más ecológica”.
No se trata de un juego sencillo, está consciente.
“Desgraciadamente a nuestros pueblos nos explotan, nos discriminan y nos matan. Estamos buscando diversas maneras de defendernos”.
De acuerdo con el Informe sobre la situación de las personas y comunidades defensoras de los derechos humanos ambientales en México, 2023, del Cemda, los eventos de agresión mortal fueron mayoritariamente en zonas con población indígena: Jalisco con 20, Oaxaca con 19 y hasta en Ciudad de México, con 12.
Los ambientalistas documentaron que las formas de agresión que tuvieron mayor registro durante el 2023 se registraron así: 33 amenazas, 28 intimidaciones, 26 agresiones físicas, 21 criminalizaciones, 19 homicidios y 19 hostigamientos.
Los sectores productivos que más casos presentaron fueron la minería con 30; vías de comunicación, 18; temas forestales, 13; sector hídrico con 12 y biodiversidad con 11.
La cifra de 20 asesinatos en 2023 es la quinta más alta documentada por el Cemda en los últimos 10 años: en 2017 se registraron 29, en 2021 hubo 25, en 2022 sumó 24, y en el 2018 cerró con 21.
La estadística no ha cambiado demasiado desde hace una década, cuando José Cupertino apareció en Tlamamala con la vestimenta náhuatl que su pueblo de 720 habitantes en Hidalgo pretendía olvidar.
Aquel día, empezó a caminar por la terracería y las reacciones fueron inmediatas: risas, burlas que caían sobre la coraza de su autoestima porque una vez que tomó la decisión, habló con su esposa zacatecana que no es indígena.
Le explicó lo que implicaría su vestimenta en el entorno familiar y advirtió que “podría salpicarles la discriminación”.
Por un rato fue así, recuerda ahora su hija Katia Hernández, cuando se dirige hacia la calle 16 de septiembre y está a punto de regresar a Tlamamala a lado de su padre.
“Éramos los hijos de alguien muy extraño”, recuerda.
Con el tiempo, José Cupertino ha convencido a muchos de su propia comunidad y de otros lugares a donde va impartiendo conferencias en escuelas y universidades de la causa.
“Es por el bien de México”, dice.
Fact checking: JRH
MO