Los muertos y los desaparecidos toman su turno para hablar, así que lo que leerán a continuación no es periodismo.
Son muertos y desaparecidos que en un país tan indolente como México a nadie le importan, salvo a las viudas y a los huérfanos. Son muertos que hablan a través de estas mujeres y hombres con quienes he venido caminando desde Cuernavaca en esta suerte de procesión de ánimas en pena.
Yo me llamo Karla Emilia Pérez y tengo 20 años. Una noche fui a la disco que está en mi pueblo, en Altamirano, Guerrero, y ya no volví. Mi hermano subió a Facebook una foto donde me veo bien bonita, por si alguien daba señas de mí. La gente que me desapareció le escribió que si no quitaba la foto me iban a matar. Estoy desaparecida desde hace cuatro años.
A mí me mataron en Hermosillo de siete balazos. Me venadearon semanas después de haberle reclamado a Calderón la detención ilegal y desaparición de mi hijo Jorge Mario. En la primera marcha, la de hace nueve años, caminé junto a Sicilia. Me decían Nepo, por Nepomuceno.
Nosotros somos seis: yo, que me llamo María Feliciana, mi marido Marino García, mis hijos Félix, Santa y Marco Antonio, y mi suegra, doña Florencia. Ella debe tener ahora 84 años, porque cuando desaparecimos, en octubre de 2016, acabábamos de festejar a mi suegra. Habíamos ido a Tlalcozotitlán, en Guerrero, a las fiestas de San Lucas porque somos bien devotos. De regreso, pasamos por un retén militar y por uno de la policía comunitaria. En los terrenos de esos señores nos tragó la tierra.
Soy Marazuba Teresa Gómez. Tenía 24 años en 2010, cuando a mí y a otros ministerios públicos federales nos levantaron de un restaurante en Durango. A mi hermana le dijeron que me habían enterrado en una fosa clandestina, en medio de la ciudad. El Ejército llevó un trascabo porque había más de 200 cadáveres. Pero yo no estaba ahí.
Yo habré estado como medio año en el forense de Chilpancingo. Mi esposa pensaba que la había abandonado con todo y criaturas, hasta que le dijeron que mucha gente estaba desapareciendo y comenzó a buscarme. Me torturaron.
II
Un viernes cualquiera, David, de 12 años, estaría en la playa, trepado en la cuatrimoto, después de haber salido de la secundaria que hay en el Ejido Zarahemla, cerca de San Quintín, Baja California. Joselín, de seis años, estaría en Chilapa, en su deteriorado salón de clases.
Jeremías, de 11 años, estaría trabajando en la siembra de la frambuesa, en el rancho que tiene su abuelo en la colonia LeBarón, en Chihuahua.
Paulina, de 13 años, estaría en el mercado, donde su papá vende semillas.
Juan, de siete años, estaría ayudándole a su hermano mayor a sembrar maíz en tierras donde la narcopolítica insiste en sembrar amapola.
Iguala. Jared, de 13 años, estaría en casa de su abuelita, viendo la tele, porque últimamente dejó la high school.
Antonia, de ocho años, estaría jugando con sus amigas de la escuela. Pero como la violencia es transversal en México, he aquí a todos estos niños que les ha tocado caminar desde Cuernavaca, acompañando a sus madres. Ninguno se queja. Yo ya me hubiera vuelto loco.
III
Íbamos llegando a Taxco cuando el fotorreportero Julio Omar Gómez frenó el carro a media calle, se bajó como si huyera de algo y sacó de su cajuela un equipo básico de reanimación. Le seguí la pisada por los espejos retrovisores y solo entonces entendí lo que estaba sucediendo: Julio había visto a un chico tirado sobre la banqueta al que le habían disparado minutos antes. El pobre muchacho estaba muerto ya y Julio Omar se sentía una basura por no haberlo podido resucitar.
Yo, que en aquella primavera de 2018 estaba anestesiado de tanta violencia y de tanta fiesta, fui muy poco empático y solo atiné a decirle que no se agüitara, que le perturbaba tanto porque el muerto representaba a su ex escolta, Alfredo Cruz, a quien mataron, creo, en el segundo o tercer atentado de cuatro que ha sufrido Julio Omar.
Para el invierno de aquel año, Julio Omar se internó en un hospital psiquiátrico y yo le perdí la pista, hasta el jueves pasado, cuando nos vimos en la caminata, nos saludamos y cada uno se fue a hacer lo suyo que, yo pensaba, era cubrir la marcha. Pero no. No entendí que él también es una víctima, que tuvo que largarse de Cabo San Lucas porque le quemaron le casa e intentaron asesinarlo, que perdió a la familia, el trabajo, la brújula. Se refugió en Ciudad de México y entró al famoso mecanismo que existe para proteger a los periodistas, donde la vida depende de un pinche botón de pánico. Quiere empezar de nuevo, pero primero necesita tener la certeza de que no lo van a matar.
ledz