Un lugar llamado Frontera Comalapa

Crónica

En los límites de México con Guatemala existe un municipio que tuvo como principal actividad el comercio entre gente de Centroamérica. Eso terminó hace tiempo por intereses políticos y actualmente por la presencia del crimen organizado.

Comercios en el poblado de Comalapa, Chiapas. (Foto: Enriqueta Lerma)
Enriqueta Lerma Rodríguez
Ciudad de México /

Se acuerdan de mí

     —¿Sabes cómo te llama ahora la familia de Lucía en Frontera Comalapa? Te dicen “la Maestra Profeta”.

Comentó Mariana mientras revisábamos su tesis de posgrado en un restaurante de la Ciudad de México. Batí el Coffemate que vacié a la taza de café y me acerqué un poco más para escuchar la anécdota.

     —Dice la abuela de Lucía que tú se los advertiste. Les dijiste que llegaría el día en que no podrían salir de la ciudad porque el crimen organizado lo controlaría todo. Qué habría muertos, desplazados, desaparecidos y las balaceras sonarían todo el día. Dicen que entonces pensaron que exagerabas. Pero también creyeron que, si eso pasaba, para eso faltaba mucho tiempo. Pero no. Las cosas pasaron, y eso te hizo “la Maestra Profeta”.

Primeras impresiones

La primera vez que visité Frontera Comalapa me dio la impresión de que estaba en Ecatepec o Chimalhuacán: era un área urbana periférica, a medio construir, con paredes grises y banquetas desniveladas; calles infestadas de basura y montones de cascajo por todas partes; pocos árboles; motocicletas corriendo a todas horas; cláxones pitando, y un sol infame que te quema todo el día.

Lo curioso de esta zona periférica era que no rodeaba ninguna ciudad. Ella misma era la localidad periférica de todo México, al margen de kilómetros de campos de cultivo y descampados. Se encuentra lejos: próxima a donde termina el último tramo de la Carretera Panamericana, al lado de Guatemala. Como si Dios hubiera dicho: “Ustedes no. Ustedes váyanse para allá, y allá reprodúzcanse sin molestar al resto del mundo”.

Los que saben la historia de la localidad dicen que Frontera Comalapa nació por la mezquindad de unas cuantas familias: los Anzueto, los García y los Samayoa, rancheros regionales, quienes a principio del siglo XX no querían que las tierras nacionales cercanas a Guatemala terminaran en manos de los indios con un reparto agrario. Así que decidieron reclamar las tierras como suyas e impedir que el Estado las “expropiara”. Alegaron la necesidad de edificar una localidad, reconocida como fundo legal y después como municipio, y trazaron un espacio para construir la plaza central, rodeada de 93 hectáreas destinadas a los solares. Se esperaba que los terrenos de alrededor los adquiriera gente “de bien”, “limpia” y “de razón”. Pero, para desgracia de estas tres familias, dada la proximidad del lugar con la frontera internacional, Comalapa nacida en 1921, con aspiraciones de excluir a los indeseables: indígenas, serranos e inmigrantes, se llenó de ellos.

La plaza, axis mundo del poblado, era agradable y bastante concurrida. Todavía en 2018 se podía descansar por la tarde en sus bancas, bajo la sombra de árboles acalorados. En ese tiempo se veía a familias enteras con indumentaria indígena de pueblos guatemaltecos, comer sobre las jardineras. A veces llegaban en grandes grupos, jalando costales con lo necesario para sobrevivir la temporada de cosecha en los campos de cultivo del municipio, y se quedaban a beber pozol de cacao y a escuchar a los predicadores pentecostales que a gritos los exhortaban a arrepentirse antes de la segunda venida de Cristo. A veces había payasos, otras veces los policías correteaban a prostitutas encubiertas que reposaban por horas en el mismo sitio. A veces esas prostitutas se organizaban y se iban juntas a un baleario que estaba cerca de Chicomuselo a pasar la mañana.

Más allá de esa plaza rodeada de autos girando en derredor, resaltaba el hecho de que Comalapa era un lugar de actividades comerciales. En cada calle había locales de vender y de repararlo todo. Concentraba una gran actividad que atraía a gente de las zonas Fronteriza, Serrana, Lagos, Valles y hasta de los Cuchumatanes guatemaltecos. Su mercado era un espacio donde podía encontrarse gente hablando tseltal, tsostil, tojolabal, chuj, q’anjobal o mam. En su calle principal se vendía comida chilanga, salvadoreña, china u hondureña. Y era aún más común mirar a mujeres con corporeidades onduladas, llegadas de tierras centroamericano-caribeñas, en ropa ligera, arrancando suspiros.

Yo sabía que, pese a la apariencia de lugar tranquilo, se trataba de un sitio peligroso. Eso me habían comunicado mis entrevistados. Frontera Comalapa tenía organizaciones políticas como en ninguna parte: campesinas, obreras, barriales, gremiales… y todas se llamaban legítimas y deslegitimaban a otras. Se pelaban entre sí por el presupuesto. Así que cada año el Palacio Municipal era asaltado y sus funcionarios retenidos o secuestrados por alguna organización para exigir la entrega de los apoyos sociales y repartirlos entre sus inscriptos. Las autoridades locales, sabedoras de esta práctica, acordaban previo con alguna organización la entrega del dinero, a cambio de que ésta se confrontara con la siguiente que llegara a demandar ingresos y a cambio de que desalojara a otras cuando hiciera falta. Era Comalapa un lugar donde todos peleaban contra todos por el erario público y donde cada negocio, local y tienda exhibía en su fachada la organización social a la que pertenecía; organización a la que pagaba por seguridad, para no ser atacada por otra agrupación. En Comalapa, si alguien tenía un accidente vehicular era asaltado por los asociados del contrario y éstos te destrozaba el auto si no cubrías la cuota exigida para salir del problema, aunque no fuera tu culpa. Hasta aquí todo iba “normal” porque eso no lo controlaba el narco.

Comalapa era un lugar de actividades comerciales. (Foto: Enriqueta Lerma)

El paso fronterizo de la cadena ejidal

La frontera Chiapas-Guatemala cuenta con 56 pasos fronterizos informales. Uno de estos se encuentra en Frontera Comalapa, a la altura de Santa Rita, en Sabinalito; muy cerca de una localidad pequeña con un nombre suntuoso: “Ciudad Cuauhtémoc”, último asentamiento antes de llegar al país vecino. La primera vez que estuve en Sabinalito me adentré con mi familia para conocer la zona. Era una colonia rural con un camino lago de tierra apisonada que atravesaba la frontera a la altura de una colonia llamada Santa Teresa. Ahí no había garita ni oficina migratoria. El límite territorial estaba marcado por una cadena, bajada y subida por un hombre que se levantaba de una silla y permitía el cruce a cambio de una cuota que dependía del auto. En 2014 nos cobró veinticinco pesos por cruzar en un Volkswagen.

Del otro lado de la cadena, Huehuetenango, Guatemala, había numerosas bodegas de cemento y materiales de construcción. Un grupo de trabajadores cambiaba maíz de costales mexicanos a costales guatemaltecos para evitar pagar arancel más adelante. Me parece que esos cambios de empaque se hacían con varios productos que viajaban de México a Guatemala, y en sentido inverso. Era una estrategia de contrabando local que convenía a todos.

Aquel paso fronterizo siempre me causó curiosidad porque era administrado por ejidatarios locales, quienes, en uso de la administración de su territorio, habían decidido poner una caseta internacional de cobro. La gente de los alrededores decía que el paso era distinto de día que de noche. Así que los vecinos se encerraban en sus casas para no ver lo que pasaba cuando la cadena se bajaba al ocultar el sol. En aquel año aún no noté nada extraño. El lugar se veía amable.

La segunda vez que visité Sabinalito fue en 2016. Acudí con un par de colegas sociólogos, interesados en aquel camino. Recuerdo que pedí un vaso de agua en una cabaña cercana a la cadena. La mujer que asomó a la ventana, me ofreció el vaso sin pronunciar una palabra. El ambiente se sentía hostil sin motivo alguno, lo que se intensificó cuando cruzamos la Panamericana hacia Santa Rita. Del otro lado, el paisaje se transformaba rotundamente. Atrás quedaban las casas austeras del ejido para dar cabida a residencias con jardines amplios y bien podados, portones de alforja y herrería pesada. La localidad era tan producida que, incluso, tenía un campo para carreras de caballos. Apenas íbamos a preguntar por una antigua hacienda, llamada Santa Polonia, cuando un hombre nos salió al encuentro. Llevaba sombrero norteño y un bigote abundante sobre el labio delgado, contrastante con su ancho cuerpo.

     —¿Qué hacen por acá, amigos? —nos preguntó de pronto, casi metiendo la cabeza en la ventanilla del auto.

     —Conociendo… —dijo el colega que conducía—. Buscamos una antigua finca, que pesamos que se llama Santa Polonia, ¿no la conoce?

     —No, amigo, no la conozco —respondió tratando de ser amable, pero serio—. Y es mejor que no vaya para allá porque no va encontrar nada…

Dicen que al buen entendedor pocas palabras, así que nos fuimos sin encontrar la finca.

La tercera vez que visité el sitio, lo amable de la primera visita y la palabra “amigo” de la segunda, habían desaparecido por completo. Fui con un grupo de diez académicos a recorrer el paso. Compramos unos tacos en un puesto a lado de la cadena. No sabemos si fue la señora que nos vendió los tacos o la foto que tomé a un camión de redilas, cargado de migrantes, o que vimos el incremento de bodegas con almacén de gasolina de huachicol en garrafones… Pero tuvimos que salir huyendo. Tres camionetas blancas con vidrios polarizados nos salieron al paso y encapsularon nuestros autos. Prácticamente nos escoltaron desde Santa Teresa hasta la salida de Sabinalito, y nos abandonaron hasta la primera gasolinera sobre la Carretera Internacional. Para mitigar el susto, nos fuimos a Lagos de Colón, del otro de lado de la Panamericana, en La Trinitaria, a pasar la noche y a nadar en uno de las 44 pozas y ríos que engalanan aquel parque natural de más de 300 hectáreas. Aquí no había cadena que bajara y subiera, pero sí cercos de alambre de púas que los migrantes centroamericanos indocumentados saltaban para evitar Sabinalito y la oficina migratoria instalada en La Mesilla. Uno podía reconocer a los migrantes por la mochila colgada en la espalda, la gorra beisbolera de visera ancha, los tenis casi nuevos y una botella de agua en la mano. Iban siempre caminando en línea, acompañados de un guía local con walkie-talkie, y no se detenían frente a nada. Como hormigas caminando entre veredas, evitaban mojarse los zapatos o perder tiempo en observar el paisaje. Ellos iban recto, sin perder el objetivo.

Paisaje en Comalapa, Chiapas. (Foto: Enriqueta Lerma)

Rutas viejas, nuevas rutas

A la frontera sur le llaman “porosa”. Porosa porque no hay manera de bloquear el paso a todo. Por aquí pasa maíz, azúcar, gaseosas, materiales de construcción, ganado, gente, gasolina, armas, drogas. Las mercancías y la gente van y vienen, de Guatemala a México por el paso oficial o por el informal, o por encima de los cercos, o en lancha sobre el Grijalva, o en cámara sobre el Usumacinta, o caen de avionetas en medio de selva o son arrojados sobre las olas del Pacífico, o, esporádicamente, llegan en cajas cerrados de tráiler. Y el control de todo esto jamás lo tuvo el gobierno federal ni estatal, ni local; se lo apropió el crimen organizado.

Por años el Cártel de Sinaloa dominó el paso oficial La Mesilla / Las Champas (justo sobre la línea fronteriza). Tuvo el control de Sabinalito y del área urbana de Frontera Comalapa, de Chamic y de la ruta que corría desde ahí hasta la presa La Angostura, pasando por los ejidos Sinaloa y Tamaulipas. Tenía el control de la Panamericana, desde Huehuetenango hasta Tuxtla Gutiérrez. Todo transitaba en relativa paz porque la gente estaba acostumbrada a su dinámica. Pero llegó el Cártel de Jalisco Nueva Generación y disputó el territorio. Se asoció con el cártel guatemalteco de Los Huistas y cruzaron la frontera por todos los medios posibles. Incrementaron las rutas: se extendieron los brazos de tránsito hacia Chicomuselo por Nueva Libertad, pasando por La Candelaria, camino a La Angostura, y la guerra por controlar la región se transformó en una violencia que perdura hasta hoy en día.

La cadena baja y sube, sube y baja, y la guerra se intensifica, las rutas se diversifican; se ponen horarios para viajar sobre la Panamericana, para salir de Frontera Comalapa, para visitara a los parientes; para volver del trabajo e ir de compras a la Mesilla. “Si usted va salir, debe ser antes de las cuatro de la tarde, después aquí empieza el infierno”.

Antes de los enfrentamientos, el paso migratorio por Lagos de Colón suponía una ventaja: los transeúntes evitaban pagar al crimen organizado por ingresar desde La Mesilla —que entonces cobraba alrededor de veinte mil pesos—. Las personas saltaban el cerco de alambre por un menor precio, atravesaban los cuerpos de agua, llegaban a Chamic sobre la Panamericana, y se internaban en los ejidos irrigados por el Acueducto San Gregorio; llegaban a La Concordia, pasaban flotando en chalán y se acercaban a Tuxtla para seguir la ruta hasta Tabasco.

Aquí la gente es gente de lucha

Todo lo anterior es causa de disputa, de control de cuerpos, de control de territorio y de control de gente organizada.

¿Se acuerdan de los Anzueto, los García y los Samayoa? No pudieron controlarlo todo (como los cárteles). El reparto agrario llegó y las tierras al norte de Frontera Comalapa —su ciudad de ensueño— fueron distribuidas entre demandantes de tierra. Nacieron los ejidos Sinaloa, Tamaulipas, Nueva Independencia y otros, producto de la organización campesina; de la demanda de cientos de hombres y mujeres que se aglutinaron en la Organización Campesina Emiliano Zapata, la que después se fraccionó en al menos cuatro agrupaciones, que presumían ser “la auténtica”.

El problema de toda esta gente es que carecía de agua, carecía de programas reales que le permitiera incentivar el campo, carecía de canales de distribución de sus productos. Las organizaciones se peleaban por los apoyos económicos y se confrontaban con el gobierno local en turno. Después peleaban por todo: por locales comerciales, por un accidente, por pedazos de banqueta, por puestos ambulantes. La gente del centro de Comalapa empezó a cansarse de ellos, que llegaban a tomar el palacio municipal y a hacer un cagadero. Y, tal vez, solo tal vez, el crimen organizado les dio lo que necesitaban: dinero para invertir, armas para defenderse de otras organizaciones, sueldo por echar el ojo; les repartió motocicletas para trasladarse y vigilarse unos a otros. Otorgó empleo a los hijos. Les convirtió propiedades en casas de seguridad, les apisonó los caminos…

Todo tiene un costo; más, si se trata de migrantes. Lo primero fue desmantelar Lagos de Colón, que representaba una fuga de capital. Nada de que evaden el cobro: cada migrante debía pagar cuarenta mil pesos y cargar un kilo de coca si deseaba cruzar por ese territorio. Las hormigas tenían utilidad: en fila y a pie debían pasar la mercancía. Aparecieron cuerpos despedazados, flotando sobre las aguas cristalinas de los 44 lagos.

Dicen que algunos pobladores perdieron el camino. Cuando se notó que la guerra entre el Cártel de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación no acabaría, descubrieron que debían tomar partido. Se formó una nueva organización: el Movimiento Agrario Indígena Zapatista (MAIZ). (Una raya más al tigre). Una organización más de las tantas que existían. Algunos sacaron ventaja y se posicionaron. Otros, menos informados, se sumaron porque siempre habían estado organizados. No sabían que estaban por conformar la base social de un cártel, del que después no sería fácil zafarse. Así que cuando la Guardia Nacional y el Ejército trataron de liberarlos, las cosas habían traspasado el límite: se vieron obligados a defender lo indefendible: al narco; a los propios señores que les preguntaban de qué lado estaban, si ya habían pagado su cuota, si ha habían cumplido con su guardia. Tuvieron que salir a defender a pedradas a los mismos que los estaban matando. Tres mil tuvieron que huir de sus viviendas, ocultarse en ejidos próximos, refugiarse en la capital y en otras ciudades. Debieron esconderse cuando las balaceras agujeraron sus paredes y traspasaron los techos de sus casas, cuando los comisarios ejidales que se oponían al pacto con el narco desaparecieron y a los hijos los encontraron muertos.

Tienda de abarrotes en Lagos de Colón(Foto: Enriqueta Lerma)

No soy profeta: eso se veía venir

Una mañana de 2014 Enrique Peña Nieto anunció la creación de los Centros de Atención Integral al Tránsito Fronterizo (los CAITF), y eso para mí fue la daga que abría la herida para los pueblos de la frontera. Se trata de cinco espacios de observación, supervisión, cobro de aranceles, detención y deportación fronterizos, ahora, en 2023, totalmente equipados. Se colocaron a una distancia de entre 73 y 425 kilómetros del límite internacional México-Belice-Guatemala: uno en Huixtla, otro en Catazajá y tres más en El Ceibo, La Trinitaria y Palenque. En conjunto los cinco CAITF delinean una franja fronteriza, de norte a sur, que constituye una barrera que aísla y encapsula a los pueblos que quedan dentro de la franja hacia el oriente.

     —Algún día será difícil llegar a Comitán —le dije a la abuela de Lucía, le dije a los encargados del centro migrante, a los agentes pastorales de la iglesia católica, a los comités de derechos humanos de la región. Se lo dije a Mariana—. Algún día será difícil llegar a Comitán porque esta franja fronteriza será la contención de todas las anomias.

Eso lo aprendí de mis clases de discusión sobre Emile Durkheim: que la anomia es cuando algo traspasa lo normal, la norma. Y Durkheim acuñó el concepto para señalar que el crimen es normal, hasta cierto punto, que el suicido es normal, hasta cierto punto, que todas las irregularidades son normales, hasta cierto punto; pero cuando algo se sale del punto, estamos realmente en el caos.

Lo que estaba haciendo el gobierno federal era intentar contener la avalancha de problemas que se venía. Intentaba que las rutas que atravesaban la frontera porosa, se detuvieran en alguna parte, que la trata y prostitución de mujeres centroamericanas se concentrara en algún lado, que los proyectos extractivos se quedaran en la orilla, que los indocumentados se amontonaran en la frontera o se regresaran a su tierra, que la violencia y la disputa por la región entre los cárteles se desatara en la franja; que se mataran allá, donde nadie los viera, y si mataban a alguien que fuera allá, donde nadie se enterara; donde nadie supiera lo que estaba pasando, (y hasta ahora nadie sabe lo que pasa).

     —Les llaman territorios de sacrificio —les dije.

A algunos les dio risa: “Territorios de sacrificio, ¡que chistoso!”. Sonaba como si fueran a ofrendar personas al dios Huitzilopochtli.

Frontera Comalapa, como yo lo veía, estaba destinada a ser un lugar donde el sacrificio estaría permitido. Sería así… para evitar que las anomias llegaran a otras partes del interior de México. Aquí se podría contrabandear, robar, extorsionar, cosificar a las mujeres, corromper a las bases sociales, amenazar, desplazar, asesinar, descuartizar, desaparecer. Y sería tan lejos. Tan hasta allá que, si todo aquello se convertía en noticia, la gente de otras partes lo olvidaría pronto.

No soy profeta. Eso se venía venir. Parecía que Dios ya lo había dicho: “Ustedes no. Ustedes váyanse para allá, y allá reprodúzcanse (y mátense) sin molestar al resto del mundo”.

AQ

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