Recientemente, Fernanda Trías, escritora uruguaya radicada en Bogotá, reeditó bajo el sello de Dharma Books, La Azotea, desconcertante novela que desemboca en preguntas del tipo ¿quién soy yo en realidad?
A la par, Trías (Uruguay, 1976), quien también es traductora y “vagabunda” trotamundos, presenta Mugre Rosa, un escrito que peca de premonitorio y transcurre en una ciudad castigada por una extraña enfermedad que se encuentra en el aire y, que al parecer está relacionada con un suplemento alimenticio que los seres de esa realidad, a veces tan cercana, engullen.
Ambos relatos parecen estar marcados por dos puntos cardinales que los atraviesan de extremo a extremo: el quiebre de una psiquis ante un aislamiento a veces paranoide y a veces necesario.
En entrevista, la uruguaya plantea que la búsqueda que inició cuando salió de Montevideo, le dejó saber que todo cuanto podía hallar fuera se encontraba dentro, justo donde estaba, sólo que hacía falta darse cuenta. Pero, ella sabe que ese tipo de descubrimientos no son de los que se pueden narrar, hay que aprenderlos en carne viva.
Fernanda, quien a través de la pantalla de Zoom se ve relajada, suspira, menea un trozo de su cabello castaño suelto por detrás. Piensa un rato y luego suelta:
“¿Sabes? Lo que pasa con “Clara” puede parecernos muy cruel, pero como lectores nos damos cuenta de que en “Clara” hay ternura, hay dolores infantiles, cantidad de dolores en el alma y yo, como autora, no pretendía juzgarla. Creo que como lectores podemos ver que hay otras capas de ella y comienza a ser menos fácil juzgarla”.
Ella afirma que "Clara", la de La Azotea, dista mucho de ser ella, sobretodo por la forma de hablar, porque en el texto sus pensamientos se leen lúgubres, pero acepta que el compromiso hacia esos personajes equívocos y extraviados nace de la compleja radiografía que se forma cuando exploramos lo humano, sobretodo el amor.
El amor, fuente irrazonable de acción y destrucción.
Trías parece tener una personalidad dulce e inquietante, como las atmósferas que nos guían en nuestras propias búsquedas.
En La Azotea nos adentramos en el relato en primera persona de “Clara”, una mujer que, a meses de dar a luz, se ve imbuida en la soledad de su casa junto a su padre, que también podría ser, o quizá lo sea, su amante.
Conforme avanzan las páginas entramos a la psiquis de una mujer que ve, aunque no sepamos cómo, los peligros de un mundo exterior acechándola.
Esta amenaza inminente parece poner en peligro todo cuanto ama. Por ello, "Clara" se somete a un aislamiento errado, pero voluntario que le hace comprender que nunca podemos escapar de nosotros mismos.
Literatura que emana del sur
Mónica Ojeda y Fernanda Trías son contemporáneas. Una es ecuatoriana y la otra uruguaya. Ambas se atreven a hurgar en lo profundo, en lo mórbido de las facultades humanas y ambas traen a escena el incesto, no como una finalidad sino como un medio en el que la crueldad de la ternura permanece.
En La Azotea se insinúa, si no mal entiendo, que el amor de "Clara" hacia su padre y su embarazo son resultado de una interacción incestuosa, ¿qué es lo que define lo que somos?
-Hice mucho énfasis en la parte tabú del incesto, pero cuando comencé a escribirla no era mi interés principal, sino que era explorar este amor de Clara, que obviamente se va trastocando, que puede ser enfermo. Yo no lo veía como algo tremendo sino como algo que surgía del amor y el amor cuando crece mal, deja un miedo, el miedo a perder lo que amas y hasta dónde se puede llegar por eso que amas. ¿Hasta dónde podemos llegar para protegerlo?
Sin embargo, todo, o todo cuanto conocemos sobre la historia sucede en el terreno de la memoria de Clara…
-Esa es la clave fundamental que yo le planteo al lector, para que el lector tenga una interpretación activa y que aporta desde su sensibilidad para terminar la historia. Es el lector quien, desde su sensibilidad, su luz y su obscuridad, debe llenar los huecos. El hecho de que esté narrada por Clara nos dice que esto ocurre desde la visión de Clara y que nunca podremos tener acceso a otra verdad que no sea esta, pero esta es una verdad extraída de sus recuerdos, de la memoria que es un mecanismo poco confiable. Esto es lo que permite tener múltiples interpretaciones.
Tanto en La Azotea como en Mugre Rosa, los personajes entran a un estado de aislamiento muy parecido al que vivimos debido al Covid-19, en el caso de la primera su encierro se da de manera voluntaria y en la segunda ocurre por la amenaza de un agente bacteriano ¿Cómo registramos los daños de un encierro que parece ficticio y ahora vivimos?
-En el caso de La Azotea el encierro funciona como una especie de protección extrema. Clara se dice ´Bueno, si yo me aíslo completamente del mundo exterior entonces el mundo exterior no puede hacerme daño. Esa es la premisa, una premisa que luego nos damos cuenta que es errada porque entramos en cuenta que no hay ninguna manera de salir ileso de la vida, ninguna.
Lo que podemos ver en La Azotea es que cuanto más hagamos por mantener afuera lo de afuera y que no nos transforme de ninguna manera, más se va a imponer la realidad y va a entrar con la fuerza de una presa que se rompe. No hay manera de contenerla, no hay dique.
Creo que lo que hace un encierro es acorralar a una psiquis.
Es muy distinto a lo que le ocurre a la narradora en Mugre Rosa porque ella está constituida psicológicamente por otras cualidades y el encierro tiene otro efecto.
Yo creo que el encierro de la pandemia a todos nos pone contra la pared, en el límite. Ver cómo somos en ese entorno, en ese aislamiento en el que la soledad es extrema y no tenemos otra opción más que confrontarnos a nosotros y a nuestros demonios.
Personalmente, ¿cómo te está afectando la cuarentena?
Quedo de manifiesto es que hay una contradicción muy grande en mi propia personalidad. Por un lado, disfruto mucho mi soledad y en ese sentido, todos los escritores hemos tenido un poco de suerte para encarar este encierro porque no se puede escribir si uno no está en la disciplina de estar frente al escritorio, encerrado, pero hay otro punto en el que me ahogo. Esa parte en la que puedo resistir grandes cantidades de soledad y aislamiento se confronta con mi parte vagabunda, esa que me llevo a iniciar mi periplo desde Montevideo en 2004 y que no ha parado. Constaté que ese encierro que me gusta, ya no me gustó cuando me di cuenta que no podía huir, que no tenía libre circulación. Es evidente que una vagabunda como yo estaba huyendo. Cuando me di cuenta que los aeropuertos y las fronteras estaban cerradas sentí claustrofobia; me dije: no puedo salir de esta ciudad, de este país.
Como laboratorio humano, tanto la pandemia como el encierro nos están enseñando muchas, conflictos sutiles de lo que es ser humano, así que me mantengo atenta a lo que hay dentro.
Hay un momento de breve distracción, justo cuando Fernanda piensa y habla acerca de todas las cosas que dejó y de todas las cosas que busca.
Se dice a si: “Más de lo mismo”
Entonces, cae en cuenta y me recita una frase de “La Ciudad”, un poema que Constantino Cavafis debió haber escrito para consuelo y desconsuelo de todos los que pretendemos resolver las cosas marchándonos.
“Al arruinar tu vida en esta parte de la Tierra/ la has destrozado en todo el universo”.
Pero como dice el viejo dicho, “el que busca encuentra” y el que encuentra, duda.
Fernanda piensa en que todas las personas tenemos una especie de sombra de la que nos es imposible deshacernos, pero de la que casi todos huimos. Quizá porque se trata de un demonio enterrado en lo profundo de nuestra memoria.
Dices que la pandemia nos lleva forzosamente al encuentro de uno mismo porque, en efecto, no hay a dónde ir, ¿cuál es la parte que encontraste de Fernanda?
- Todas las personas tenemos una sombra, me siento cómoda con esa sombra, estoy muy familiarizada con esa sombra; sé cuando me va a generar conflictos o dolores emocionales, me he dedicado a observar toda esa obscuridad que está en mí y que convive con lo mejor de mí. Cuando me pongo en la piel de cualquier personaje me puedo ver ahí, me puedo identificar, pero sé que proteger termina dañando.
La Azotea, originalmente salió publicada en 2001, cómo ve la autora de Mugre Rosa a esa Fernanda
Esa Fernanda era mucho más difícil en el sentido de que había una cantidad de cosas que estaba descubriendo en mi misma y no tenía las herramientas para existir bajo esa manera.
Soy una persona introvertida, cuando era muy joven, tenía 22 o 23 años, esa introversión me llevó a ser completamente antisocial. Escribí La Azotea en la época en la que estaba muy encerrada, no tenía amigos, no me relacionaba con nadie, dormía de día y escribía de noche a obscuras con un hilo de luz. Esa experiencia me enseñó que sólo hay que aprender a pilotear la nave, saber a dónde llevarla y con qué clima funciona mejor.
Al convertirse en un patrón te llama la atención que la cuestión se repita. No te das cuenta que huyes de ti mismo hasta que te das cuenta de que lo llevas a todos lados, la ciudad, como decía Cavafis, está en uno. Creo que en esas púas geográficas buscaba lo que ya esta ahí, todo lo que puedo encontrar ya está. Huía tratando de comprender quién era yo cada vez que cambiaba de cultura, de país, de entorno y veía qué cosas eran las que permanecían.
Trías “huyó” de Uruguay por motivos personales, era una “huida” que pretendía salvarse de los lazos familiares y encontrar todas esas cosas que definen las personas que somos. Al pasar de Francia a Nueva York, de Alemania a Argentina se dio cuenta que a veces sólo era una inmigrante y a veces una migrante extranjera.
Tal como ella recuerda su conflicto de identidad quedo zanjado en No soñarás flores (Tránsito, 2016) en donde explica que existen algunas cosas que nunca cambian. Nosotros para ser exactos.