El primer movimiento de la Sinfonía 41 de Mozart, conocida también como Júpiter, comienza con un tema A compuesto por dos fragmentos de expresiones contrastantes —vigoroso impulso y plañidera queja— que se repite dos veces y da paso a un contundente tema B cuya afirmación resulta efímera: inmediatamente sobreviene un tema C plácido y suave. Tres temas que se presentan uno tras otro, y luego comienzan a desarrollarse libres de certezas jerárquicas. Ningún tema es el principal, o por lo menos no con claridad, y sus variaciones, al avanzar al mismo tiempo, producen un desconcertante efecto sonoro. El desconcierto aumenta durante el efusivo cuarto —y último— movimiento, cuyo desarrollo explora ya no tres, sino cinco temas que, efusivos, acelerados, se enciman, mezclan y confunden sin nunca perder su independencia.
Mientras los dos movimientos extremos de la sinfonía muestran la fascinante habilidad técnica de Mozart en la escritura contrapuntística (característica del periodo clásico), uno de los movimientos interiores, el segundo, ofrece una faceta novedosa de su pensamiento: la íntima necesidad expresiva, que anuncia la romántica revolución beethoveniana, en donde la música revela las pasiones que atormentan y embellecen la vida humana.
Este segundo movimiento narra el suave y melancólico diálogo entre una dulce y triste melodía que pregunta y un acorde oscuro y contundente que le responde. Poco a poco, conforme se desarrollan, la naturaleza de estas dos voces cambia. La pregunta adquiere un sesgo insistente, y ahí, sumergida en su repetición desesperada, se ha convertido en anhelo. La respuesta, al verse de pronto frente a un sordo interlocutor anhelante, opta por endurecer sus gestos y volverse siniestra. Entonces el diálogo se convierte en la batalla entre un sueño y una amenaza. El final es abierto: no queda claro quién impone sus emociones, y esa incertidumbre expresiva representa uno de los episodios más sensuales de toda la música de Mozart.