Ejercicio interesante el que realizaron en días pasados los candidatos (de los candidatos) a comandar la cultura del país. El evento, realizado en el Centro Cultural Roberto Cantoral, convocó a un variado abanico de creadores, gestores y agentes de la cultura. Más que un debate, se trató de que cada aspirante a secretario de Cultura expusiera lo que su candidato presidencial trae bajo la manga para el sector. Allí estuvieron Alejandra Frausto (Andrés Manuel López Obrador), Raúl Padilla (Ricardo Anaya), Consuelo Sáizar (Margarita Zavala) y Beatriz Paredes (José Antonio Meade).
Quizá el único pez fuera del agua fue Paredes, que del sector cultura entiende poco, aunque demostró un colmillo político indudable. Sin embargo, ayuna de propuestas, atinó a coincidir con que el presupuesto para cultura es claramente precario y urge ser reconsiderado en el presupuesto federal para tener una dignidad a la altura de una secretaría de Estado.
Si bien no ausentes de ocurrencias, los aspirantes contaron con poco tiempo para exponer sus propuestas. La de Raúl Padilla —quizá el más sólido— sobre reducir los gastos de operación de las instituciones para ponderar la producción de bienes culturales me parece un acierto. Citó la distribución de los presupuestos de Canadá y Francia, que son modelos ideales. Planteó el incremento en 300 por ciento del presupuesto federal anual, tema en el que coincidieron Sáizar y Frausto. También fue el único que planteó la activación y articulación a nivel municipal de los dineros de cultura que suelen usarse en cualquier cosa excepto en su objeto natural.
El tiempo fue muy breve para escucharlos y comprender a fondo sus proyectos. Sin embargo, algo que me llamó poderosamente la atención fue la falta de entendimiento entre lo que es el mecenazgo, la iniciativa privada y los emprendimientos autogestivos de cultura desde la sociedad civil. Ninguno de los candidatos tiene claro que éstos se realizan y ejecutan a matacaballo, dejando la piel sobre el asfalto, jugándose patrimonio y arriesgándolo todo, que es el 60 por ciento de los bienes culturales que el Estado no alcanza a producir. Por supuesto, no cuentan con un proyecto al respecto. Eso es un error grande que debieran meditar, porque las microempresas culturales (si no se les entiende como emprendimientos autogestivos desde la sociedad civil) son los brazos y los dedos que atienden a los ciudadanos allí donde el Estado no llega. Incentivarlos y protegerlos es la mejor (si no única) manera de hacer efectivo el mandato constitucional de acceso a la cultura de todos nuestros conciudadanos.