Por su libro En el último trago nos vamos, el pasado 8 de noviembre, en la ciudad de Bogotá, Edgardo Cozarisnky obtuvo el V Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. De acuerdo con el jurado, integrado por Alberto Manguel, Piedad Bonnett, Diamela Eltit y Élmer Mendoza, se trata de un libro “escrito con un gran oficio narrativo, con raíces profundas en una antigua tradición literaria y de una notable solidez intelectual”.
A punto de cumplir 80 años —nació el 13 de enero de 1939 en Buenos Aires—, Cozarisnky, en palabras del poeta, ensayista y traductor Aurelio Major, es “el último superviviente de un mundo literario y moral casi extinto”. Es autor de libros de culto como Vudú urbano, publicado en 1985 con prólogos de Susan Sontag y Guillermo Cabrera Infante, y El museo del chisme (2005), reeditado en 2013 como Nuevo museo del chisme por La Bestia Equilátera.
En la reciente Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde fue imposible encontrar una sola de sus obras, el escritor argentino habló, en entrevista, de su premio. Recordó su relación con los integrantes de la revista Sur, sobre todo con José Bianco, su trabajo como cineasta y el hecho —ser diagnosticado con cáncer— que a los 60 años le hizo dar un giro radical a su vida y dedicarse por completo a la escritura.
¿Qué significa para ti un premio que lleva el nombre de Gabriel García Márquez?
Tengo una deuda moral con García Márquez, a quien nunca conocí. Cuando tenía 21 años hice mis pininos en el periodismo y tenía la impresión de que me encargaban notas sin ningún interés. Estaba contento de que me encargaran cosas, pero al mismo tiempo decía: “esto no tiene ningún interés, está muy lejos de mis ambiciones literarias”. Un día leí Relato de un náufrago y dije: “esto es periodismo de investigación, esto es una crónica, esto es literatura; no solo está muy bien escrito, está muy bien narrado” (los efectos de suspenso, lo que le decimos al lector pero no le decimos y se lo revelamos más tarde). Dije: “esto es periodismo”. Eso me dio ánimo para salir y tratar de escribir de una manera más literaria, más cuidada en la utilización del lenguaje, en la sintaxis. Esa es la deuda moral que tengo con García Márquez, que viene de lejos, de los años cincuenta.
No conociste a García Márquez pero estuviste muy cerca de la revista Sur y de sus protagonistas.
Eso sucedió cuando era muy joven. Nací en el 39; en el 59, cuando tenía 20 años, me enfrasqué en una discusión con respecto a la idea del realismo con un señor muy simpático que estaba en una librería. No sé qué barbaridades dije con la petulancia de quien ha leído poco. Él me dijo: “¿usted, joven, ha leído realmente a Balzac para decir lo que está diciendo?”. Tuve que decir que no, que lo había leído apenas. Me dijo: “bueno, trate de leer esto”. Me dio algunos títulos y así tuve la suerte de conocer a José Bianco, un autor inagotable. Dos semanas más tarde, volvimos a cruzarnos en la misma librería y le agradecí que me hubiera dado ese consejo. Me invitó a hacer una nota para Sur, me la corrigió, me dijo que yo estaba diciendo cosas interesantes pero que no estaban bien expresadas. Después, volvió a ponerse en contacto conmigo, y ahí empezó la cadena de Bianco a Bioy Casares, de Bioy a su mujer (Silvina Ocampo), de quien me hice mucho más amigo, y a Borges. Iba a las clases de literatura inglesa de Borges y hablaba bastante con él, antes y después de sus cursos. Y puedo decir que he sido amigo de Bioy, y sobre todo de Silvina, pero nunca fui parte del grupo de la revista Sur, sino un visitante.
¿Qué significó para ti la relación con estos escritores?
No me daba cuenta, sinceramente, no me daba cuenta que era gente importante, que tenía un nombre, que era conocida. Era muy curioso, viniendo de otro mundo social, de escucharlos, de ver cuáles eran sus tics de vocabulario y sus opiniones, a veces contradictorias entre ellos. A Bioy y a Borges no les gustaba Baudelaire, a Silvina sí, muchísimo, y a veces había encontronazos… Solo con los años me di cuenta de que yo había tenido el privilegio de haberme encontrado a esa gente, de haberla escuchado; esas cosas solo se entienden con el correr de los años.
¿Cómo era Bianco?
Era una persona muy generosa, con consejos, con opiniones que eran muy de su edad, de su formación, de su gusto literario, pero muy abierto a escuchar a los jóvenes y a la gente que tenía opiniones distintas, creo que porque el contacto con los jóvenes enriquece mucho, porque uno tiende a anquilosarse en sus gustos y en sus opiniones, y encontrarte con gente que tiene gustos y opiniones diferentes, contrarias, es un desafío y te rescata de esa especie de anquilosamiento al que te condena un poco la edad. Hay personas que piensan diferente y conocerlas me hace ver que —sin sumarme a lo que ellas piensan— hay perspectivas distintas en todo: en la literatura, en el arte, en la política, en la realidad social.
También el lenguaje se enriquece con el trato con los jóvenes.
Una cosa que me divierte es decir palabras que eran comunes en mi época y que ellos no entienden, aunque algunas han sobrevivido y reaparecen después de un largo eclipse en el vocabulario de los jóvenes; ese fenómeno del lenguaje es apasionante.
¿Puedes hablarme de El museo del chisme?
Es un libro curioso, con un ensayo (“El relato indefendible”) muy sesudo sobre el lugar del chisme en la novela —al mismo tiempo, habla del feminismo, porque durante años la novela fue considerada un género que no era serio, que no era lectura para hombres, sino trivialidades para mujeres—; habla de cómo, a través de un desarrollo, que para mí es el de Henry James y el de Proust, el chisme se convirtió en materia de novela. Es un ensayo no académico pero bastante serio en cuanto a la investigación; por eso se me ocurrió aliviar un poco el tono demasiado áspero del ensayo con una colección de chismes que son pequeñas anécdotas: algunas me las contaron y otras fueron sacadas de memorias, de biografías… El libro fue recientemente reeditado, y ampliado, en Argentina, con el título Nuevo museo del chisme.
Has hecho periodismo, has escrito ensayo, cuento, novela. ¿Cómo eliges el género en el que deseas escribir?
Ahora no hago periodismo profesional, pero sí escribo para periódicos cuando hay un tema que me interesa. Y muchas veces, en cuanto al cuento y la novela, me ocurre que a partir de una frase oída, un lugar, un sentimiento olvidado que surge, empiezo a escribir, y mientras estoy escribiendo me doy cuenta de que eso da para más, aunque otras veces recorto. Digo: “esto está bien así, en un cuento basta”. A veces la historia me pide más y entonces desarrollo una novela, una novela breve… Me dejó llevar mucho por las palabras. Cuando empiezo a escribir, en el primer momento siento que soy el que domina, después empiezo a sentir que las palabras, lo que he escrito, no una palabra sino el desarrollo, una frase, un párrafo, me llevan hacia adelante y se me ocurren cosas que no preveía, que no pasaban por mi cabeza. La escritura me domina.
Hay un punto de quiebre en tu vida, que es el cáncer.
Ocurrió en el 99, cuando tenía 60 años… Mi abuelo paterno murió de 60 años, mi padre murió de 60, a los 60 yo tuve una infección en un disco, en la espalda, que me llevó a estar inmóvil en un hospital durante tres semanas, y mientras estaba ahí me dije: “la historia no se va a repetir, yo no me voy a ir a los 60, como se fueron ellos”. En el hospital me hicieron todo tipo de análisis y me encontraron cáncer. Dije: “todo parece conjugarse para que esta sea la despedida, pero yo no me voy”. Le pedí a una amiga que me llevara papel y lápices y comencé a escribir el borrador de La novia de Odessa. De ahí vino también la decisión de desprenderme de las ocupaciones puramente alimenticias que tenía y organizar mi tiempo y mi economía de manera que pudiera dedicarme totalmente a escribir. Si tú observas, tenía Vudú urbano, que apareció en 1985, en 2001 recién apareció La novia de Odessa y después he publicado una gran cantidad de libros, no porque ya los tuviera, sino porque en mí estaba almacenada la materia de esos libros, pero por una mezcla muy extraña de pereza y pudor, de miedo a enfrentar la opinión ajena, la mirada de los demás, no los había llevado nunca a fin, porque llevar a fin significaba publicar y publicar significaba enfrentar a los demás.
Ahora que hablas de tu primer libro, Vudú urbano, fue prologado por Susan Sontag y Cabrera Infante.
Yo los conocía a ambos, estábamos en Santander, en un festival literario. Yo había escrito esas tarjetas postales que se deslizan entre ensayo, relación y un poquito de ficción; faltaba el cuento. Eran principios de los ochenta. Son textos que escribí en los primeros años de mi vida en París (a donde llegó en 1974), se los había mostrado a ellos, les parecían bien, me decían que tenía que publicarlos. Se los envíe a Seix Barral, y al asesor que tenían, Pere Gimferrer, no le interesaron para nada. Antes, Juan Goytisolo los había recomendado a Jorge Herralde, y Herralde dijo: “es un libro que no es ficción ni ensayo”. Eso se lo conté esa noche en Santander a Guillermo y él le dijo a Susan: “tenemos que hacer algo para que esto se publique”, y decidieron escribir los prólogos. Fue un poco ridículo que hubiera dos prólogos de firmas tan importantes para el libro de un desconocido. Pero fue así como salió. Ahora se reeditó en el Fondo de Cultura Económica de Argentina, sin los prólogos de Susan y Guillermo, porque los editores prefirieron que se leyera con una visión nueva. Salió en la colección que dirigía Ricardo Piglia, quien escribió el nuevo prólogo; estaba ya muy enfermo y tuvo que dictarlo; a mí me conmovió muchísimo. Fue una de las últimas cosas que escribió.
Has hecho también cine, películas como Ronda nocturna han sido muy celebradas.
El cine es un paréntesis en mi vida, que corresponde a un aspecto de mi temperamento. A mí me gusta estar encerrado, sin teléfono, tratar de escuchar una voz interna. Pero, por otro lado, por momentos me gusta estar rodeado de gente y pelear; pelear cuando es necesario para llevar a cabo mi proyecto, enfrentarme con la gente que me rodea, con caracteres y sensibilidades totalmente opuestas, y eso me lo da el cine. El que ha definido mejor esta manera de ser fue mi editor francés, amigo mío, Christian Bourgois (1933–2007), quien decía que soy una mezcla de soldado y monje.
Háblanos de la obra que te hace ganar el premio, En el último trago nos vamos, un libro de fantasmas, de insomnes, de ciudades…
Es el título de una canción que escuché por primera vez cantada por Chavela Vargas; una canción cantada por Chavela Vargas se convierte en una canción de ella, es tan fuerte la personalidad, el tono. Cuando vi que era una canción de José Alfredo, dije: “voy a buscar el original”, y yo, que soy un adicto a YouTube, rastreé todo lo de José Alfredo, al que conocía poco. Encontré la canción “El último trago” y me di cuenta de que cantada por él era otra canción —a mí me toca sobre todo esa parte central: “nada me han enseñado los años/ siempre caigo en los mismos errores/ otra vez a brindar con extraños/ y a llorar por los mismos dolores”—. Tuve mis años de noctámbulo, de bares, y me encantaba trabar conversación con desconocidos, sobre todo con los barmen y las bargirls, la gente que recogía toda la intimidad, todas las confidencias de los parroquianos, y eso me daba una materia extraordinaria, pero no solo de una manera utilitaria, materia de ficción: me daba vida vivida, tal vez muy ajena al ambiente de donde provengo.
¿Cuál es ese ambiente?
El de una baja clase media, decorosa, ajena a todo lo que es la vida nocturna, al vicio, a todo lo que a mí me atraía, todo lo que era discutido con las reglas de la buena conducta.