Toda poesía—y la canción es una poesía ayudada— refleja lo que el alma no tiene. Por eso la canción de los pueblos tristes es alegre y la canción de los pueblos alegres es triste”. De esa manera explicaba Fernando Pessoa la importancia y el significado del fado. Lo escribió hacia 1929, cuando el género estaba en pleno apogeo en su parte más tradicional, aunque a lo largo del siglo XX atravesó por distintos periodos, de mayor o menor presencia en el ámbito cotidiano.
El fado nace en la primera mitad del siglo XVIII como fuerza arrabalera que va conquistando el centro de la ciudad. En la misma letra de sus canciones se refleja la frustración y el fatalismo que surge en los barrios humildes, en los ambientes tabernarios y portuarios de Lisboa: ahí hay un sonido melancólico y nostálgico, que desde 2011 forma parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
“Es una síntesis multicultural de bailes cantados afrobrasileños, de géneros tradicionales locales de canción y danza, de tradiciones musicales de las zonas rurales del país aportadas por las olas sucesivas de inmigrantes a la ciudad, y de corrientes de la canción urbana y cosmopolita de principios del siglo XIX”, se lee en el expediente con el que se presentó su candidatura ante el organismo internacional, donde se define como el “canto popular urbano de Portugal”.
Desde la perspectiva de Manuela Júdice, secretaria general de la Casa de América en Lisboa y comisaria de la presencia de Portugal en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, hay un árbol común para el fado y después se han construido diversos caminos a lo largo de las décadas.
“Había un fado cantado en los salones aristocráticos y siguen existiendo algunos cantantes de fado que siguen esa línea. Hay otro fado, que voy a llamar más intelectual, que busca las raíces, los temas y las composiciones tradicionales, y está el fado de los barrios: el popular, que creció escuchado por las minorías en las calles, en los barrios, oyendo los dichos tradicionales que se relacionan con lo cotidiano, con los amores desgraciados, a veces con asuntos políticos”, dice la intelectual portuguesa.
El fado es interpretado por profesionales en el circuito comercial de conciertos y en pequeños locales llamados “casas de fado”, pero también lo cantan aficionados en los locales de numerosas asociaciones comunitarias de los barrios viejos de Lisboa. Incluso, los intérpretes más veteranos y respetados imparten cursos informales de fado en los lugares donde se ejecuta tradicionalmente, y este magisterio se ejerce a menudo de generación en generación en las mismas familias.
Tradición y fortaleza
António de Oliveira Salazar gobernó Portugal de 1929 a 1968, por lo que en las décadas posteriores se solía asociar al fado con el antiguo régimen. La gente se apartó del género porque no quería seguir con las tradiciones de Salazar, si bien en los barrios de Lisboa esa tradición nunca estuvo en peligro.
El fado se convirtió así en memoria colectiva de los lisboetas, en gran parte por la aparición de Amália Rodrígues (1920- 1999), considerada la mejor intérprete que ha dado Portugal. Hacer un recorrido por sus principales intérpretes sería bastante largo. Recordemos tan solo a uno de los más importantes, Camané, que se convirtió en una especie de engrane entre la tradición y lo contemporáneo.
Era muy joven durante la década de 1970, cuando estalló la Revolución de los Claveles, y empezó a cantar en los concursos de fado en su barrio. Apareció entonces en los medios, en los centros culturales, para convertirse en uno de los impulsores de lo que se vive en la actualidad. En la década de 1990, tres artistas cambiaron el desarrollo del fado: Carlos do Carmo, a quien se le sumaría Joao Braga, “un cantante de fado aristocrático, quien sacó de las iglesias a los jóvenes que cantaban en los coros para ponerlos a cantar fado” y Teresa Siqueira, cantante y madre de una de las intérpretes más importantes en los últimos años, Carminho.
“Hay jóvenes cantantes de fado y muy buenos, porque traen la tradición y también los conocimientos musicales. Además, el fado se ha actualizado: es una canción moderna, en la que aparecen percusiones y otros instrumentos para convertirse en una canción muy interesante”, cuenta Manuela Júdice. El fado es considerado un elemento identitario no solo de Lisboa, sino de todo Portugal.
De esa manera se explica que haya obtenido la etiqueta de Patrimonio de la Humanidad. En su fortalecimiento intervino la ciudad, llegó y luego la UNESCO. “La película de Carlos Saura fue muy importante para lograrlo, como lo había sido para que el flamenco fuera patrimonio”. A finales de los años noventa, el fado volvió a hacerse popular, lo que propició que los restaurantes de fado volvieran a tener público.
Hay incluso una estación, Radio Amalia, que solo transmite fado, aunque las demás emisoras portuguesas suelen dedicar espacio al género. El fado es uno de los protagonistas del programa artístico que presenta Portugal para la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en una línea más purista, con buenos poemas, que mezcla la letra de autores tradicionales con algunos más contemporáneos, con las voces de Camané o Gil do Carmo.
Nada como regresar a las palabras de Fernando Pessoa para acercarse a uno de los sonidos más representativos de un pueblo: “El fado es el cansancio del alma fuerte, la mirada de desprecio de Portugal al Dios en que creyó y también le abandonó. En el fado los dioses regresan legítimos y lejanos”.