Cuando los actores de la Compañía Nacional de Teatro meten su cuchara en La fierecilla domada (1594), de William Shakespeare, a eso le llaman “grietas”: paréntesis en los que opinan, a partir de experiencias propias, acerca de algunos de sus polémicos parlamentos. En realidad funcionan como “anuncios” morales que interrumpen el libre flujo de la historia.
Al final de la función de Fieras (Shakespeare más un montón de acotaciones), el público aplaude con cierto entusiasmo, avalando así lo que acaban de presenciar. Yo hubiera preferido ver la obra tal cual y que, después, dieran paso a un debate acerca de lo que a cada quien le parece políticamente incorrecto de La fierecilla domada. Discusión a la que, por cierto, no me hubiera quedado.
Cuando entrevisté a Edward Albee (1928-2016), autor de Quién teme a Virginia Woolf, le pregunté por qué no permitía ningún cambio en sus obras, llegando incluso a demandas judiciales contra quienes se atrevían a hacerlo. Su tajante respuesta: “Si un director quiere hacer lo que quiera, que escriba su propia obra y punto”.
William Shakespeare no puede demandar a nadie desde ultratumba, tampoco sus herederos porque los derechos de autor prescriben a nivel mundial luego de cien años. Por eso es tan común que sus textos sean utilizados para todo tipo de experimentos tanto en el teatro como en el cine.
En 2016, el director canadiense Chris Abraham montó La fierecilla domada en el Stratford Festival de su país. Él mismo escribió en el programa de mano: “el significado de toda obra es impredecible y depende de lo que el público decida ver”.
La adaptación para la Compañía Nacional de Teatro corrió a cargo de Xhaíl Espadas y Estefanía Norato, bajo la dirección de Espadas. En su montaje, que se presenta al público en la Sala Héctor Mendoza de la CNT hasta el 30 de junio, transfieren al espectador lo que ellas y los actores decidieron ver en el texto original, coartando de algún modo el libre albedrío de quienes ocupan las butacas. Resulta chocante cierto tono pedagógico en su propuesta dramática.
En La fierecilla domada se cuenta la historia de Catalina y Blanca. La primera es huraña, “más brava que el mar Adriático”; la segunda, tierna y dulce. Blanca es menor y tiene varios pretendientes, pero su padre determina que ella no puede casarse antes que Catalina.
Petruchio es un patán que acepta el reto de conquistar a Catalina porque existe una jugosa dote para quien se case con ella. Su estrategia para lograrlo implica un alevoso proceso de destrucción de la psique femenina, algo absolutamente inaceptable en la vida real de cualquier época. Pero la ficción es otra cosa.
En 1981, la inolvidable crítica Malkah Rabell escribió acerca de La fierecilla domada, con dirección de José Luis Ibáñez y adaptación de Carlos Solórzano: “Bajo la alegre máscara de la farsa, Shakespeare en esta obra de su juventud presenta una imagen feroz de la sociedad de su época, la cual aunque situada por el autor en Italia, no deja de ser inglesa. Todos esos caballeros e hidalgos son representantes de una nueva clase enriquecida, la burguesía, cuya máxima pasión es el dinero”.
A Shakespeare, Malkah lo definió “como indudable representante de su tiempo que, desde luego, considera que todos los derechos deben pertenecer al varón, y solamente una loca y desenfrenada ‘bravía’ puede pretender lo contrario. Otra vez debajo de la máscara cómica se oculta una feroz exigencia: el lugar de la mujer es a la sombra del hombre”.
Por el contrario, la española Ángeles de la Concha Muñoz, escritora y catedrática de literatura inglesa, ha dicho en conferencias que la clave para entender el argumento de La fierecilla domada está en el inicio, cuando a un chatarrero borracho le juegan una broma, haciéndole creer que es un noble convaleciente de una enfermedad nerviosa y que necesita diversión para relajarse. Entonces, representan ante él una comedia pensada para que le guste no a un hombre de alcurnia sino al tipo de la calle que es realmente.
Para De la Concha resulta lógico que la obra dentro de la obra complazca las expectativas machistas del chatarrero, a quien le puede parecer normal, lógico y hasta deseable que Catalina se someta a su marido.
Lo dicho: cada quien ve en una obra lo que quiere.
Al término de Fieras, camino por la calle Francisco Sosa y platico con un joven a quien no conocía; él también acaba de ver la función, se llama Daniel Alonso y estudió periodismo. En un andén del metro Coyoacán vemos nada menos que a ¡Bautista!, el padre de Catalina y Blanca, pero ya sin su larguísima barba… de utilería. En realidad es el actor Óscar Narváez, quien interpreta ese papel en la obra y va de regreso a su casa en transporte colectivo.
Sin decirle que soy periodista, le pregunto a Narváez si las adaptadoras entrevistaron a los actores para escribir las “grietas”. Me dice que hubo un laborioso trabajo de mesa previo y que esos parlamentos añadidos se hicieron a partir de lo que ellos comentaron.
El experimentado actor se baja en la estación Etiopía. Daniel Alonso continúa su viaje por la línea 3 y yo transbordo en la 9, rezando para que no haya ninguna falla mecánica, humana o con mano negra.
Al día siguiente veo a Dafne, mi nuera, quien estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Le platico acerca de la adaptación de La fierecilla domada que vi y, de inmediato, me dice casi lo mismo que Edward Albee: “No entiendo por qué no escriben una obra totalmente nueva y ahí dicen todo lo que quieran”.
AQ