Justo el día que inició la primavera, murió Adam Zagajewski (1945-2021), el poeta y ensayista polaco, exiliado por mucho tiempo en Francia y Estados Unidos, cuya prolífica obra había venido ganando reconocimientos. Pese a que este escritor experimentó, desde su infancia, las secuelas del absurdo político del siglo XX (el destierro, la represión), esta experiencia no amargó su sonrisa y su perpetuo sentimiento de azoro y agradecimiento a la vida, tan visible en su poesía.
Nada parecía afectar este temperamento naturalmente alegre y optimista, hecho de inteligente desencanto y de afable escepticismo. Por ejemplo, su trayectoria forzadamente nómada agudizó la facultad de atesoramiento de su mirada, mientras que las presiones políticas ensancharon su capacidad de cultivar las libertades íntimas que nadie puede conculcar.
Zagajewski practicó un arte de resistir la violencia y el exilio, sin dejarse contaminar por sus venenos. En su periplo por la miseria política, el poeta impuso la fuerza y resistencia de su vida interior. La poesía misma, sugeriría él, es un exilio, un continuo desplazamiento de los significados sedentarios del lenguaje y un intento de darle nueva vida a las experiencias y emociones narcotizadas o extinguidas.
De los libros que he leído de Zagajewski, me resulta especialmente entrañable esa mezcla de memorias, examen de conciencia, declaración de principios estéticos y lección de escritura digresiva y aforística, que es En la belleza ajena (Pretextos, 2003). En este libro, Zagajewski evoca su juventud en la Cracovia comunista y las sucesivas mutilaciones a las que lo sometieron los vaivenes de la historia; por un lado, la de su ciudad natal, de la que siendo niño fue expulsado y, sobre todo, ya joven aspirante a artista, la mutilación de la verdad, sistemáticamente manipulada por un régimen autoritario y mendaz. El autor incursiona en esa época, pero no se hace un héroe, ni una víctima: no narra una pesadilla totalitaria (que no puede concretarse por la ineptitud de los tiranuelos), sino un tiempo gris, canalla, más bien tragicómico, encabezado por trepadores y demagogos. Su rememoración, llena de color y humanidad, revela a un poeta-historiador que, como el mismo Zagajewski quería, más que agotar los hechos o seguir una teoría, atiende al detalle, al acontecer cotidiano y a las peripecias de los pequeños personajes, intentando, con estos materiales humildes, preservar otra forma de verdad. De ahí los conmovedores retratos de personajes que, ante la uniformidad inducida por el poder, defienden su individualidad: los aristócratas venidos a menos, los viejos profesores no marxistas, los bohemios incapaces de ser edificantes, los irredentos católicos y campesinos, los magos y vagabundos.
La sobriedad de Zagajewski evita las argumentaciones categóricas, aspira genuinamente a comprender al otro y, frente a la preponderancia de la banalidad política, solamente demanda un poco más de espacio para mirar el mundo.
AQ