Además de talento, para experimentar con el movimiento, la luz y la armonía encima de un escenario, hacen falta disciplina, energía, libertad y pasión. Lo sabe (y lo lleva a cabo) Aída Gómez (Madrid, 1967), una bailarina que a lo largo de su trayectoria ha recorrido con el cuerpo buena parte del acervo sinfónico de España (rondeña, farruca, alegrías, tangos, seguidilla, soleá...). La he visto como la Doña Inés de Don Juan o como Carmen o como la novia de Bodas de sangre y siempre, en esos personajes y en otros, me ha parecido sublime. Ella es menos famosa que Sara Baras, pero igual de intensa.
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Después de haber sido la primera bailarina del Ballet Nacional de España (del que también fue directora durante tres años), esta mujer que va siempre erguida por el mundo (como si se hubiese tragado un palo de escoba) se ha dedicado, sobre todo, a gestionar su propia compañía de baile o festivales de danza o flamenco. Ahora planea volver a los escenarios y lleva varias semanas preparándose en un amplio salón de ensayos situado a las afueras de Madrid.
Una vez, ya hace un tiempo, le dije que deseaba verla ensayar, permanecer en un rincón mientras ella y sus compañeros preparaban algún espectáculo. Me dijo que sí, que algún día, pero pensé que sólo me lo decía por cortesía, porque eso de tener un intruso en la sala de ensayos no debe ser muy agradable. El otro día, sin embargo, cumplió su palabra y me dejó observarla desde un rincón del salón lleno de espejos y barras de madera a los lados, en el que apuntala los detalles de Adalí, una mezcla de teatro, baile y creación literaria, al ritmo o compás de las raíces musicales de España. “Es un viaje no al pasado, sino al interior del flamenco”, me especificó después de quitarse las castañuelas que acostumbra mover con destreza desde hace años.
Así que ahí estaba yo, embelesado durante casi tres horas, repasando mentalmente, como para hacerla mía, una cita de Lorrie Moore, maestra gringa del relato corto: “Les cuento que la danza comienza cuando un momento de dolor se mezcla con un momento de aburrimiento. Les cuento que es la extensión del cuerpo en la cual él mismo se da aire. Les cuento que es el triunfo del corazón, la victoria del discurso de los pies, el refinamiento de la embestida y el vuelo animal, la más pura metáfora de la tribu y del yo. Es la vida haciéndole una higa a la muerte”.
Mientras en un extremo del estudio un grupo de músicos y bailarines hacía palmas y zapateaba, Aída Gómez hizo una pausa y me dijo: “Adalí no son piezas de flamenco donde está metida, ahí, la danza española, o algo todo regañao. No. Esto es un viaje por Madrid donde hay fusión de culturas. Es súper estético y la música es alucinante. ¿A qué sí? La gente escuchará unas alegrías que le apetecerá llevar en su coche”.
Aída Gómez tenía 14 años cuando decidió enfocar su carrera en la danza española. Estudiaba danza clásica, “en lo que hoy es el Museo Reina Sofía”, recuerda. Un día, después de clases, entró en la cafetería de la escuela donde se mezclaban los estudiantes de clásica y española. Era el cumpleaños de una de sus compañeras y de pronto, para festejar, alguien comenzó a bailar una sevillana. Aída se unió con entusiasmo y, al terminar, Antonio Ruiz Soler, entonces director del Ballet Nacional de España, le dijo: “Ven aquí. ¿Eres bailarina clásica? Pero tú no puedes ser bailarina clásica. ¡Vente con nosotros!” La adolescente se fue y no tardó en convertirse en una de las principales exponentes del folclor nacional. “Lloré mucho con Antonio, pero se lo agradezco. Tal vez perdió el tiempo conmigo, no sé. Pero aprendí un montón”, dice mientras apoya sus palabras con una sucesión de ademanes.
La mujer que ha trabajado con Maurice Béjart, icono internacional de la danza, o con los cineastas Carlos Saura y Bigas Luna, que es Premio Nacional de Danza 2004, que se distingue, según ella misma, por ser “una bailarina que se mueve como una polvorilla”, está a punto, a unas semanas, de abandonar “la soledad del ensayo” para actuar, una vez más, frente al público. Y espera dejarlos pasmaos. “Igual que a ti”.
ÁSS