Camus y la otra peste

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Un libro que criticó al marxismo fue la causa del rompimiento del autor de ‘El extranjero’ con Jean-Paul Sartre.

Albert Camus y Jean-Paul Sartre se conocieron en 1943. (Laberinto)
Julio Hubard
Ciudad de México /

La polémica de Camus frente a Sartre y Jeanson tiene muchas excrecencias, que no aristas, porque las aristas son filosas y aquella discusión, después de ochenta años, se ha vuelto bofa. Casi todas las ideas que defendieron y atacaron, uno y otros, envejecieron en siglos y se antojan más antiguas que la herejía de los bogomilos, solamente cambiando a Dios por Marx.

La historia es conocida: se publica El hombre rebelde, en 1951; al mandarín Sartre y a su corte les enoja la herejía y deciden poner en su lugar a Camus, en Les Temps modernes, la revista dirigida por Sartre. Jeanson escribe una reseña de muy mala leche. Camus responde a Sartre, no a Jeanson. Sartre contesta. El asunto resulta denso, verboso y aburrido. En el libro, Camus se detenía a mostrar cómo Marx dejó de ser un filósofo para convertirse en un fetiche de la moral, la política, la historia. Jeanson le reprocha que, diciéndose ateo, cree más en Dios que en la historia. Sartre lo acusa de narcisista (cosa no del todo falsa), da por terminada la amistad, y machaca con que su crítica al marxismo es falaz de intento y no por error.

Fuera de la mêlée, parece que estamos en el momento en que la orgullosísima civilización francesa ha perdido tanto su espíritu de fineza como el de geometría. La ironía, la agudeza, esas sonrisas pícaras de quien practica esgrima argumental, están visibles como recursos retóricos, pero los floretes carecen de punta, parecen palos. Poco después, incluso la calidad retórica francesa irá a dar al caño. No recuerdo quién dijo que lo peor que le pudo suceder a la cultura es la lectura francesa de filósofos alemanes y, después, su contagio en los Estados Unidos. Las polémicas ideológicas sólo se pueden tragar calientes; ya frías, se vuelven incomibles. Pero es necesario rescatar la crítica de Camus a la abstracción, que borra al ser concreto y específico, limitado, incluso lamentable, para poner en su lugar una mera horma vacía, que convierte a los muertos en aritmética y al sufrimiento en una idea.

Jeanson y Sartre no pueden salir de la prisión abstracta de los historicismos marxistas. Ante ellos, Camus ha puesto el “pensamiento de mediodía”. No las luces crepusculares del inicio o del fin, no la adoración de los orígenes ni el culto al final deseado; ambos alargan las sombras y nos ofrecen medidas desmesuradas y abstractas. Es el sol de mediodía, que confronta a la persona con sus límites reales: su mesura. Y la rebelión, al contrario de las rebeldías de un partido, una secta o un grupo, la rebelión del sujeto frente a la injusticia y el absurdo, no es resultado de una desmesura, de un exceso, sino de lo contrario: “la rebelión es la mesura”, dice Camus, “es un conflicto constante, perpetuamente suscitado y dominado por la inteligencia. No triunfa ni de lo imposible ni del abismo”.

Le reprocha Sartre: “usted ha sido presa de una oscura desmesura que disfraza sus dificultades interiores y a la que usted llamará, según creo, mesura mediterránea… Nada tengo que ver con su mesura, mediterránea o no”. Para ambos, Sartre y Jeanson, la pluma de vomitar es justamente esa: la mesura. Les descompone su ensueño materialista e historicista porque se trata de una mera abstracción, que llaman humanista y no es sino la ausencia de seres mensurables. Camus había dicho en El hombre rebelde que el materialismo “cree también responder a todas las preguntas. Pero, como servidor de la historia, aumenta el dominio del asesinato histórico y lo deja al mismo tiempo sin justificación, como no sea en el porvenir que exige asimismo fe”.

Pasado el tiempo, una diferencia se hizo notable. Los personajes sartreanos son prisioneros; se quedan donde están porque se les prohíbe salir: son víctimas. Los de Camus eligen quedarse. Y aunque les resultara imposible la huida o la salida, se quedan por libre decisión. A eso llega Meursault (El extranjero), Rieux (La peste) e incluso Sísifo en su eterna condena. La celda, la cuarentena, el castigo sin final son absurdos, no importa si justos, como Mersault y Sísifo, o injustos, como el sufrimiento del inocente o la permanencia de Rieux, el médico absolutamente incapaz de vencer a la peste, pero que no renuncia a pelear contra ella.

La polémica ya no importa. Queda la crítica de Camus al endiosamiento de los ideólogos: “Hay que aprender a vivir y morir, y para ser hombre hay que negarse a ser dios… Cada uno dice al otro que él no es Dios, y aquí termina el romanticismo”.

AQ

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