Alejandra Pizarnik: mirar lo perdurable

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La poeta argentina ha generado un intenso culto porque su trayectoria encarna la proverbial inadecuación del artista a un mundo moderno desacralizado.

Alejandra Pizarnik, poeta argentina.
Armando González Torres
Ciudad de México /

Mañana se cumplen 50 años del suicidio de Alejandra Pizarnik (1934-1972), autora que forjó su visionaria poesía con un depurado oficio y una amarga y mortuoria lucidez. Su figura trasgresora y su desgarrador final generaron una leyenda en la que es difícil discernir entre realidad y ficción. El libro Alejandra Pizarnik, biografía de un mito, de Cristina Piña y Patricia Venti (Lumen, 2022) ofrece una amplia inmersión en los hechos de su vida; en su entorno social e intelectual, en sus fantasmas interiores y en sus mecanismos creativos. Con empatía y delicadeza, pero también con ánimo de verdad en la pesquisa de intimidades; con equilibrio entre datos e interpretación y con una aguzada sensibilidad y juicio literario, este libro presenta un retrato realista de la poeta y justiprecia las distintas dimensiones de su obra. Por lo demás, este trabajo, impecablemente académico, tiene un aire de tragedia, pues narra meticulosamente la gradual, y acaso inevitable, caída de un espíritu predispuesto al abismo.

Alejandra (en realidad Flora) Pizarnik, es hija del matrimonio de Elías y Rosa, dos emigrantes judíos de origen ucraniano que llegan a Argentina en los años treinta. Alejandra es una niña un poco regordeta, tartamuda, ocurrente, alegre y precozmente excéntrica. Su perfil anti-convencional, desde lo físico a lo intelectual, le suscita una temprana sensación de marginalidad. De adolescente, es una ávida, avezada y omnívora lectora, hace estudios de letras y periodismo, aspira a pintar, publica muy joven su primer libro y cultiva su francofilia y, en especial, su devoción al surrealismo.

La novel autora asume la imperiosa necesidad de trasladarse a París, el espacio por excelencia para la formación y consagración de escritores. En esa ciudad sufre un vagabundeo por refugios fríos y malolientes, así como una época de estrecheces. Sin embargo, este duro bautismo tiene sus recompensas y conoce a una pléyade de autores hispanoamericanos, como su compatriota Julio Cortázar y Octavio Paz, y algunos franceses. Por lo demás, aparte del rico catálogo de experiencias y conexiones que logra, los años parisinos son de liberación personal, y de una dolorosa, pero fecunda producción, en la que se madura su voz y se origina lo mejor de su obra. Cuando la escritora decide regresar a Argentina: ya es reconocida como una de las voces más notables de la poesía hispanoamericana, aunque sus hábitos autodestructivos y sus demonios la acosan cada vez más severamente hasta que, en 1972, la orillan a su postrera decisión.

Pizarnik ha generado un intenso culto porque su trayectoria encarna la proverbial inadecuación del artista a un mundo moderno desacralizado: en efecto, su hipersensibilidad, su rico y oscuro fuero interior y su sentimiento de sacrificio a una religión estética generan una mirada poética única, de extremado desprendimiento e inocencia, que renuncia a fijarse en lo contingente de la vida y sólo quiere observar lo perdurable.

AQ

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