En uno de los textos que integran Adorable Stendhal, uno de esos libros que encierran una lección no solo de escritura sino de vida, Leonardo Sciascia se dedica a rastrear lo que él llama huellas stendhalianas: esos instantes nimios de la historia que al ser retomados por la literatura adquieren una dimensión epifánica hasta constituir “algo físico, táctil, como una erupción, como una incrustación […] un momento […] que se dilata en el tiempo”.
Para ilustrar su idea, Sciascia cita un párrafo de una crónica de viaje por la Sicilia del siglo diecinueve titulada Un tour en Sicile, 1833; el autor, el barón Jean Baptiste Rosario Gonzalve de Nervo, relata el encuentro fugaz con el cortejo de la duquesa de Francofonte, quien a través de los vidrios de su palanquín mira con sorpresa a los jinetes que transitan junto a su comitiva. La anécdota, apunta Sciascia, no tiene “nada de extraordinario: sin embargo esta aparición, esta mirada de asombro intercambiada […] entre los viajeros extranjeros y la encantadora duquesa, justamente, transforma ese momento en un momento encantado”. En ninguno de los diversos retratos que debe haber de ella, concluye, la duquesa “vive como en las cuatro líneas de este libro del barón de Nervo”.
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Evoco las palabras de Sciascia cada vez que vuelvo a Vértigo (1958), mi película favorita de Alfred Hitchcock, y examino la escena rodada en el bello parque nacional Muir Woods, ubicado a media hora de San Francisco. Ahí, acompañada por John Scottie Ferguson, el ex detective que interpreta James Stewart, Madeleine Elster, la mujer fantasmagórica encarnada por Kim Novak, se detiene ante el corte transversal de una secoya milenaria y extiende el índice para señalar el anillo más externo del árbol y musitar, con un acento surgido del pasado profundo: “Nací aquí, en algún sitio… y acá morí. Para ti fue apenas un instante. No te diste cuenta”. Lo que yo sí advierto, mientras Novak se interna en las tinieblas del bosque, es que acabo de atestiguar un momento encantado: por arte de magia, la mirada de asombro de la duquesa de Francofonte se ha convertido en una voz de extrañeza que remata en un dedo enguantado en negro. Y entonces pienso en Chris Marker, en la manera en que el gesto luctuoso de Vértigo se inserta en dos de sus cintas más emblemáticas: La Jetée (1962) y Sans soleil (1982).
Gran exponente del ensayo cinematográfico o film ensayo, Marker es la representación de una excentricidad que deviene extraterritorialidad para diluir las fronteras entre los lenguajes del documental y el diario de viaje, el arte visual y el estudio socioantropológico. Nacido en el suburbio parisino de Neuilly-sur-Seine en 1921 y fallecido en París en 2012 en la misma fecha (29 de julio), este director-escritor —la demarcación también se confunde— halló un terreno fértil en la evasión: no daba entrevistas ni participaba en actos públicos para promover su obra y su firma se redujo siempre a la inclusión de dos animales totémicos, el búho y el gato. Precisamente un gato escolta a Marker en una de las escasas fotografías que se dejó tomar; ahí aparece semioculto detrás de una cámara, a punto de ser cubierto por un manto de agua que inunda lo que supuestamente es un compartimiento del Titanic. El felino a su lado es Guillaume-en-Egypt, uno de los múltiples álter egos bajo los que el cineasta sepultó su nombre real (Christian-François Bouche-Villeneuve) y entre los que están Jacopo Berenzi, Chris.Marker —escrito a veces con el punto intermedio como si se tratara de una dirección de correo electrónico—, Fritz Markassin, Chris Villeneuve y Sandor Krasna. Este último, camarógrafo y flâneur de origen húngaro, es quien escribe las cartas cargadas de una suerte de melancolía multicultural que una misteriosa mujer lee a lo largo de Sans soleil; en una de ellas Krasna refiere su visita a San Francisco en pos de las huellas hitchcockianas de Vértigo, su excursión al bosque hechizado por la presencia de Kim Novak y su dedo fúnebre. En La Jetée, la “fotonovela” que cimentó la fama de Marker y sirvió de base a Terry Gilliam para 12 monos (1995) —donde Bruce Willis se refugia en un cine que, para cerrar el círculo, exhibe Vértigo—, el dedo de Novak se transfiere a la mano de la mujer anónima que podría ser la narradora de Sans soleil en una vida previa, y que funge como guía del héroe que se desplaza del futuro al pasado para acabar asistiendo a su propia defunción. Antes de morir en el aeropuerto de Orly, sin embargo, el protagonista de La Jetée pasea por un parque con su guía; al llegar ante el corte transversal de un árbol ambos se detienen y extienden los índices, y ella musita un nombre inglés que él no comprende pero resulta fácil de descifrar: “Hitchcock”. De La Jetée a Sans soleil y de ahí a 12 monos, el momento encantado de Vértigo se prolonga gracias al enigmático poder de la cita y la reinterpretación: en ninguna otra secuencia fílmica la posibilidad de reencarnar es tan palpable como en esos minutos cobijados por la sombra inmemorial de las secoyas. Quizá para nosotros sea un instante, pero Alfred Hitchcock logró capturar la eternidad.
AQ