Felipe Garrido
Enemigo de solemnidades, la broma a flor de labios, Alí Chumacero se inició como tipógrafo y editor a sus 22 años, en Tierra Nueva (1940-1942), con Jorge González Durán, Leopoldo Zea y José Luis Martínez.
En sus catorce números, Alí incluyó unas veinte reseñas y siete poesías —entre ellas, “A una flor inmersa”, su primer gran poema—. Después publicó tres libros: Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956). De ahí a su muerte, en octubre de 2010, no volvió a publicar poemas.
Más larga fue su carrera como reseñista, crítico y ensayista, en una veintena de revistas y suplementos. “El canto del signo”, en el número 192 de La Gaceta, del Fondo de Cultura Económica, es tal vez su texto más tardío, en diciembre de 1986.
Más larga aún fue su carrera como gerente de Producción, como editor y asesor de la Dirección en el Fondo de Cultura Económica, pues le dedicó toda la vida. Fueron millares los títulos que organizó, corrigió, anotó, los hizo ilustrar, les escribió o les encargó prólogos, apéndices, índices y solapas... Entre quienes han construido la cultura que vive en español, Alí Chumacero ocupa un lugar central como editor, como crítico, como poeta.
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A principios de 1972, en Sur 124, en México la capital, fui a ver a María del Carmen Millán. Me invitó a colaborar en SepSetentas, colección que ella había fundado y dirigía. Yo había trabajado en revistas: escribía, traducía, corregía estilo, pruebas, negativos; conocía de offset. Bendecí a mi maestra y ella llamó a quien sería mi jefe. Rubicundo y canoso, llegó Alí. Me asaltaron voces que se me habían pegado de algún folleto o cartel:
Cae la rosa, cae
atravesando el agua,
lenta por el cristal de sombra
en que su tallo ahoga;
desciende imperceptible,
clara, ingrávida, pura
y las olas la cubren, la desnudan,
la vuelven a su aroma,
hácenla navegante por la savia
que de la tierra nace
y asciende temblorosa,
desborda la ternura de su tacto
en verde prisionero, y al fin revienta en flor [...].
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Estar con Alí, trabajar a su lado era una fiesta. Era un escéptico optimista que tenía solución para todo. En el trato diario disimulaba su erudición y se mostraba atento a lo que sucedía cada día. Para Alí, todo era pasajero y nada era demasiado importante. Con tres salvedades: los toros, las mujeres y la poesía.
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Excepto decidir qué libros debían entrar en la colección —eso lo hacía un comité—, la gerencia de Producción se ocupaba de todo lo que hacía falta para que los rimeros de hojas mecanografiadas que entregaban los autores se convirtieran en libros: revisar originales y traducciones; encargar índices y portadas; supervisar a correctores e impresores; redactar contras y solapas.
Escribir solapas exige tanto como escribir versos. Deben ser breves, directas, convincentes, seductoras. Alí era un mago. A menudo dejaba para una misma mañana seis o siete solapas. A mí esos retos me gustaban. En Mañana, donde trabajé un par de años, había llegado a un acuerdo con el maestro Ortega, el diseñador: en cada reportaje, artículo o sección los pies de grabado debían tener cierto número de líneas de la misma extensión. Alí había establecido que las contras de SepSetentas debían tener diez líneas de setenta golpes.
Alí había establecido que las contras de SepSetentas debían tener diez líneas de setenta golpes.
Comencé a entregarle los originales que yo marcaba con todo y solapa. Él los revisaba conmigo. No tenía que explicarme nada. Era suficiente ver qué cambiaba. Luego empezó a pedirme que hiciera las de otros libros. Íbamos siempre en busca de la palabra justa, por su significado, por su sonido, por sus connotaciones y su extensión. Era como si estuviéramos escribiendo versos.
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Alí me enseñó que el editor trabaja para llevar al público lo que el autor escribe. Decidir el formato del libro, su orden, el tamaño de la caja y los márgenes, el cuerpo del texto, cabezas, subtítulos, cornisas, notas y leyendas; el papel que llevará, cómo irá encuadernado... Todo para hacerlo más legible. El editor trabaja para el lector.
Un editor, decía Alí, sabe cosas; se forma un criterio; confía en su intuición; detecta que algo está mal: una cifra, un nombre, una fecha. Un editor tiene la maldición de abrir el libro que acaba de recibir de la imprenta allí donde hay una errata. Un editor sabe que algunas cosas no tienen remedio: una vez impresos unos forros, si el nombre del autor está equivocado no hay más que repetirlos —y mientras, más vale cruzar la calle, entrar al bar y pedir un whisky doble.
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Un día, años después, tuve la fortuna de preparar para la imprenta un volumen de Obras de Gilberto Owen, con prólogo de Alí.
En Alí había cosas que yo no entendía. Ese hombre recio, cano y jovial, buen bebedor, fascinado por las mujeres, que sabía de danzones y futbol, taurino experto, con alma de obrero, confesado antiintelectual, ¿cómo podía escribir versos como los que yo leía en el “Responso del peregrino”?
¿Cómo podía ser autor de esos poemas en principio casi impenetrables, llenos de ecos bíblicos, de indecible desolación? Aquel prólogo me deslumbró y me dio algunas claves. Dice Alí de Owen:
Lo antiintelectual de la palabra hablada en la camaradería del bar, o a la orilla de una mesa de café, escondía al hombre que aprendió a labrar una de las poesías más hondas de las últimas generaciones mexicanas. No fue un intelectual; fue un poeta. Sabía que su obra era la dócil respuesta a la contemplación de lo que muere frente a nuestros ojos, y entraba en la poesía dejando a la puerta toda esperanza.
Al hablar de Owen, Alí habla de Alí, y se nos muestra, se nos revela, se nos desnuda tan claramente como cuando dice, en “Amor entre ruinas”:
Vivo bajo la piel
y soy la sombra sólida
que contra el sueño lucha:
respiro inconsolado reposando
en tus labios los míos temblorosos,
agonizante entre tus manos
como náufrago o ala sin espacio,
dejando inmóvil mi desnudo
tal un sonido amargo de sílabas deshechas,
y soy un balbuceo,
un aroma caído entre tus piernas rocas:
soy un eco.