"Andrés Iduarte o la pérdida del reino", un cuento de Héctor Aguilar Camín

Cuento

Con autorización de Random House, publicamos uno de los relatos de la edición definitiva de Historias conversadas.

Andrés Iduarte murió el 16 de abril de 1984. (Ilustración: Ángel Boligán)
Ciudad de México /

Dejé de fumar una noche de 1981 luego de un almuerzo que duró cuarenta y dos cigarrillos. De aquel almuerzo exhaustivo fue pareja Julio Camelo, entonces secretario del procurador de la República, Óscar Flores Sánchez, el fiscal de hierro, esposo de la actriz Patricia Morán, a cuya rubia irradiación me había rendido en la adolescencia durante las telenovelas de la tarde en las que ella actuaba y yo veía en un televisor blanco y negro, marca Motorola, durante muchos años el rey de la sala de mi casa de la colonia Condesa, en el número 15 de la avenida México, frente al parque del mismo nombre, situado hoy a dos cuadras de cualquier lugar de mi memoria, y a dos cuadras también del restorán Rojo Bistró donde, más de treinta años después de mi última noche fumadora, tuve con Camelo otro almuerzo memorable, esta vez porque Camelo terminó de contar la historia, irresuelta para mí, de Andrés Iduarte, escritor, diplomático, maestro y homicida.

Había registrado en un par de notas el principio y el fin de esa historia. El principio, referido por Octavio Paz a los postres de una cena en casa de Jósele y Teodoro Césarman. Paz hizo el apunte de Andrés Iduarte como un hombre de letras al que un azar funesto había alejado de su país, con pérdida para ambos. “Iduarte mató a su cuñado en un incidente confuso”, dijo Paz, “un incidente ajeno a su naturaleza, refinada más que pasional, pese a ser oriundo de Tabasco, estado tumultuoso de la República. La pena elegida por el propio Iduarte fue el exilio, elección más dolorosa que la cárcel, porque fue como elegir una invisible cadena perpetua”.

Supe el final de la historia de Iduarte por Bruno Estañol, también tabasqueño, médico y amigo de Iduarte, quien creía haber precipitado su muerte por haberle autorizado, al pasar, la ingesta de un plato de frijol con puerco, platillo yucateco transterrado a Tabasco del que Iduarte padecía aguda nostalgia. Iduarte murió de la conflagración gástrica resultante de aquella comida, la cual, según Estañol, no sólo había causado su muerte, sino que resumía su vida, toda ella un túnel de añoranzas y destinos cambiados. Iduarte había hecho la vida ejemplar que no deseaba, como académico cosmopolita maestro de Columbia University, y no la que deseaba como político activo, dispuesto a gobernar su país.

El día en que me reuní a almorzar con Camelo en el Rojo Bistró, el país que Iduarte no había podido gobernar parecía menos gobernado que nunca. Proliferaban los secuestros y las ejecuciones de bandas rivales de narcotraficantes. Por la tarde habría una reunión de seguridad en el Palacio Nacional para anunciar un acuerdo nacional que arreglara las cosas. Apenas me senté frente a Camelo, caímos en el tema. Lo acompañaba otro viejo amigo, Saúl López de la Torre, exguerrillero de los años setenta, amnistiado en la época del procurador Óscar Flores Sánchez y amigo desde entonces de Camelo, que lo ayudó a abrirse camino al salir de la cárcel. Camelo entró al tema de la inseguridad con lentitud y precisión características —lentitud hija de la cautela, precisión hija del conocimiento—. Dijo haberse reunido con generales retirados inconformes porque los hacían patrullar las calles como si fueran policías. También porque funcionarios civiles dieran órdenes a los militares. Luego cambió de tema.

     —¿Sigues viviendo aquí en la colonia Condesa?

     —Arriba —contesté—. En la San Miguel Chapultepec.

     —¿Ésa es la colonia de calles con nombres de gobernadores del siglo         XIX?

     —Así es.

     —Ahí había una casa de adeptos del rito hare krishna.

     —A dos calles de mi casa.

     —Me acuerdo porque en la contraesquina de los harekrishnas vivía           don Anselmo Carretero, un refugiado español muy amigo, entre otros, de Andrés Iduarte.

     —¿Qué sabes tú de Andrés Iduarte?

     —Fue amigo de la infancia de mi padre, en Tabasco. Casi vivió en mi         casa después, cuando volvió a México, antes de su segundo exilio.               ¿Pero estoy en lo correcto que las calles de tu colonia tienen nombres de gobernadores decimonónicos?

     —Y de militares muertos en la batalla de Molino del Rey en 1847.

     —¿Cuando la ocupación norteamericana de la ciudad?

     —Así es.

     —¿Tú vives en qué calle de la San Miguel Chapultepec?

     —En la calle de Gelati.

     —¿Es calle de exgobernador o de exmilitar?

     —De exmilitar.

     —¿Cómo dices que se llama?

     —Gelati.

     —Nunca había oído de él ¿Te sabes su historia?

     —Me la sé muy bien. Hay la leyenda de que se aparecía después de             muerto.

     —Qué curioso —dijo Camelo—. Yo tengo una casona de campo en             Villa García, Nuevo León, donde crecí y donde fui alcalde. Me la cuida una señora ilustrada, quiero decir, con algunos estudios. Pero me dice un día: “Mire, licenciado, aquí en la finca hay una mujer de blanco que se pasea por los corredores”. Le digo: “Señora, ¿cómo puede usted creer en esas cosas?” Me responde: “Yo no creo en esas cosas, licenciado, pero la mujer de blanco se pasea”. Fíjate qué interesante. Es un hecho que ella la veía. Pero ¿a qué venía todo esto?

     —Hablábamos de mi colonia y de Andrés Iduarte.

     —Ah, sí. Te decía que ahí en tu colonia vivió don Anselmo Carretero. Cuando me acuerdo de él me acuerdo de Iduarte porque cuando yo llevé las cenizas de Iduarte a Villahermosa, Anselmo Carretero fue uno de los oradores.

     —¿Tú llevaste las cenizas de Iduarte a Villahermosa?

     —A mí me encomendó sus cosas fúnebres. “Cuando me muera, me incineras”, dijo. “Echas la mitad de mis cenizas en el Grijalva y la otra mitad en el Hudson”. Iduarte vivió en Nueva York más tiempo que en Villahermosa, donde nació, y casi más tiempo que en México. Así que me dio esas instrucciones: “Echas mis cenizas en los ríos pero no las esparces, ni haces teatro. Te vas a la parte del río próxima a la calle de Lerdo donde nací, y ahí echas la mitad de mis cenizas de un golpe, como quien voltea un bote de basura. Y lo mismo en el Hudson. Sin ceremonia”. Ésa fue su última voluntad. Antes había querido que echara sus cenizas en París, porque Iduarte era parisiense adoptivo, como mi padre. Decía: “Echas mis cenizas por la Coupole, por el Dome, o en el Boulevard Raspail. Hasta vuelto ceniza podré escuchar el taconeo de las francesas en la noche”.

Ordenamos la comida a una mesera de piel blanca y radiante. Se fue con nuestra orden dejando en el aire una fragancia de lima.

     —¿Iduarte se va de México porque mata a su cuñado? —pregunté.

     —No. Iduarte mata a su concuño. Su concuño y paisano: Brown                   Peralta.

     —¿Cómo?

     —Brown Peralta había prometido matrimonio a la cuñada de Iduarte, la hermana menor de su mujer, Graciela Frías. Pero no cumple, se retira de su compromiso. Iduarte le reclama, se hacen de palabras. Son amigos de la infancia, de toda la vida, pero se retan a duelo. Es el año de 1934. Ya no hay duelos en México, pero ellos se citan a duelo en el Parque México, por aquí.

     —Una cuadra a mi espalda —dije yo.

     —Se citan con padrinos y testigos, a la antigüita. Los que van pasando se quedan a ver. Proceden al duelo. Quién sabe cómo, porque Iduarte no es gente de armas, Iduarte le pega un tiro a Brown Peralta, su amigo y concuño. Brown Peralta cae herido, pero no pierde el conocimiento. Iduarte se acerca a abrazarlo. Brown Peralta le dice: “¿Qué hemos hecho, hermano? ¿Cómo llegamos a esto?”. Brown Peralta no se ve grave. Alguien dice: “Vamos al hospital”. Lo llevan a la sala de emergencias de la Cruz Roja que entonces quedaba en la esquina de Durango y Monterrey, a unas calles de aquí. Llegan a emergencias todos: el herido, el heridor, los padrinos, los mirones. Iduarte y Brown Peralta siguen hablándose y pidiéndose perdón mientras los médicos atienden a Brown Peralta. No parece mal herido, pero el tiro de Iduarte le ha provocado una hemorragia interna. A la hora y media muere. Iduarte está desconsolado, no sabe qué hacer. Llama por teléfono a su primo, Rodolfo Brito Foucher, para contarle. Brito Foucher es entonces rector o exrector de la Universidad Nacional, hombre muy influyente. Le dice a su primo Andrés: “Tú y Peralta se habrán reconciliado y habrán quedado en paz, pero él está muerto y tú debes su muerte, eres un homicida. Tienes que escoger entre irte de México o irte a la cárcel. Yo creo que lo mejor es que te vayas de México”. Sin entender bien lo que pasa, Iduarte acepta. Su primo Brito Fucher arregla que no lo detengan cuando sale del país. Y se va.

      —¿A dónde se va?

     —Se va primero a España. Trabaja con Narciso Bassols, que anda de embajador, también exilado. Lo han echado del gobierno por radical y para guardar la cara le dan puestos diplomáticos. Bassols ayuda a los republicanos que quieren venir a México. Iduarte conoce ese mundo. Escribe un libro olvidado: Fuego de España, un libro magnífico. De esas épocas viene su amistad con Anselmo Carretero, el que hace su elogio fúnebre en Villahermosa cuando echo yo sus cenizas al Grijalva. La echada de sus cenizas en el Grijalva no fue rápida como quería Iduarte, porque se enteró de la ceremonia privada el entonces gobernador Enrique González Pedrero, también parisiense adoptivo, admirador de Iduarte. González Pedrero me pidió que esperara unos días mientras él organizaba un homenaje digno de tan ilustre tabasqueño. Le dije que sí. Estuve un tiempo con las cenizas en mi casa esperando el homenaje. Debo decir que Andrés Iduarte nunca se me apareció. Nada que ver con el coronel Gelati de tu cuento, ni con la dama de blanco de Villa García.

     —Es posible que no lo haya visto usted cuando se aparecía —bromeó Saúl López de la Torre.

—Es posible que el fantasma de Iduarte saliera a horas adecuadas para no molestar —admitió Camelo—. Hubiera sido muy de Iduarte hacer eso: aparecerse a horas adecuadas para no molestar. El caso es que cuando estalla la guerra, sale de España y viene a Nueva York. No puede regresar a México porque no prescribe todavía su delito. Se pone a dar clases de historia y literatura hispanoamericanas. Así inicia su carrera de académico en Columbia University. En 1946 termina en México el gobierno de Manuel Ávila Camacho y empieza el de Miguel Alemán. Alemán había sido compañero de Iduarte en la facultad de leyes de la Universidad Nacional. Lo nombra embajador adjunto en la Sociedad de Naciones, que se funda precisamente ese año, en San Francisco, pero con sede en Nueva York. Ese nombramiento le resuelve la vida a Iduarte porque sigue haciendo su carrera académica y tiene el ingreso de su cargo diplomático. Le va muy bien en los dos frentes durante el gobierno de Alemán, pero lo que él quiere es volver a México y hacer aquí una carrera en el servicio público. Para ese momento ya es una leyenda: mexicano cosmopolita, diplomático culto, hombre de letras. Cuando empieza el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines, en 1952, invitan a Iduarte a ser director de Bellas Artes, que entonces era como ser el secretario de Cultura. Le gusta la oferta y se viene a trabajar bajo las órdenes del secretario de Educación, José Ángel Ceniceros. Regresa a México en triunfo, diecisiete años después de su salida. Resulta un éxito, haz de cuenta el hijo pródigo. Nadie se acuerda del incidente de Brown Peralta. Iduarte se vuelve un personaje de la vida cultural, ayuda a todo mundo, a todo mundo convence con su don de gentes, su cultura, su inteligencia. Es un maestro natural. Es cuando yo lo trato más, porque viene a mi casa a Villa García a quedarse días con mi papá y ahí me agarra de hijo putativo, porque él no tuvo hijos. Graciela Frías, su esposa, lo acompañó en toda su aventura de exiliado pero no le dio hijos. Se pasaba las horas contándome anécdotas, hablándome de sus amigos, de sus viajes. Era muy amigo de Rómulo Gallegos, pasaban juntos en Europa parte del verano. Creo que era feliz. Había querido regresar siempre, no había querido otra cosa. Y había regresado con honores. Así fueron esos años, yo creo que los mejores de su vida. Se le veía un horizonte muy prometedor en la política, pero entonces viene un aviso. Le da una condecoración creo que el gobierno británico. En México el Congreso tiene que aprobar que la recibas: un protocolo sin importancia, tanto que a las sesiones donde se aprobaban estas distinciones se le llamaba de las “corcholatas”. A nadie le importaba. Pero cuando llegó el turno de la medalla para Iduarte y se dio la lectura de trámite al acuerdo, un diputado levanta la mano, sube a la tribuna y dice: “Señores: no podemos condecorar a un asesino. Andrés Iduarte es un asesino”. El diputado era el único personaje en el país, creo yo, que no había olvidado aquel duelo. Era el hermano menor de Brown Peralta.

     —Todo vuelve —dijo Saúl López de la Torre.

     —Nada se va —completó Camelo—. Pero ése no fue el problema, pasó. El problema fue que poco después, cuando muere Frida Kahlo, deciden velarla de cuerpo presente en el recinto de Bellas Artes, acto al que viene todo mundo, en primera fila Diego Rivera, y toda la prensa. El caso es que a alguien se le ocurre cubrir el féretro de Frida con una bandera soviética. Se arma el escándalo. Es la época de la Guerra Fría, hay un ambiente anticomunista. La prensa se afrenta, la embajada protesta. Empiezan las acusaciones de comunista para Iduarte. El secretario de Educación, José Ángel Ceniceros, no lo defiende, se hace a un lado. La presión crece sin diques hasta que llega al presidente Ruiz Cortines. Lo último que busca el presidente es un conflicto con la embajada americana. El hilo se rompe entonces por lo más delgado. Cesan a Iduarte. De la noche a la mañana queda destruida su carrera en México. Pero fíjate lo que son las ironías de la vida: cuando cesan a Iduarte, lo saben sus amigos de Nueva York, y sucede que el presidente de la Universidad de Columbia, no el rector, sino el presidente de la Universidad, lo invita a ser profesor de tiempo completo en Columbia University. ¿Y sabes quién es ese presidente de Columbia University que lo invita? Pues nada menos que el presidente de Estados Unidos, Dwigth Eisenhower, que se oponía allá, en Estados Unidos, a que despidieran maestros por ser acusados de comunistas. Cuando ve que en México despiden a un hombre de letras bajo la acusación macartista de comunismo, Eisenhower le abre las puertas de Columbia University. Entonces Iduarte regresa a Columbia y hace su carrera como maestro los siguientes veinte años. No vuelve a México. Lo más que hace es venir a Monterrey de visita, a mi casa, y se regresa. Viaja mucho a Europa, con su esposa Graciela Frías que lo acompaña en todo. No necesita dinero. Termina el gobierno de Ruiz Cortines en 1952 y empieza el de López Mateos. Termina el gobierno de López Mateos en 1964 y empieza el de Díaz Ordaz. Termina el de Díaz Ordaz en 1970 y entra Luis Echeverría. Echeverría quiere mostrarse como presidente de izquierdas. Recuerda la injusticia cometida con Andrés Iduarte que entonces ya es una eminencia académica, un mexicano reconocido fuera de México. Yo era presidente municipal de Monterrey entonces y me dice Mario Moya, el secretario de Gobernación: “Oye, Camelo, el presidente tiene mucho interés en que Andrés Iduarte regrese a México y sabemos que tú lo conoces muy bien. Queremos que le preguntes si le interesaría regresar”. Dudé, pero ya que me lo pedía el secretario de Gobernación, de parte del presidente, estuve de acuerdo y le dije a Iduarte. Ya estaba retirado o a punto de retirarse de maestro en Columbia University. Se la pasaba viajando, leyendo, escribiendo. Me dice: “No, mira. Ya ves lo mal que me han tratado allá. Yo no quisiera tentar al diablo otra vez”. “No pasa nada”, le dije. “Es una invitación del presidente. Ven y quédate un rato en México, vente a la casa de Villa García y vamos viendo”. Le gustó lo de venir a Monterrey una temporada más larga. Vino a la finca de Villa García y se quedó un buen rato, un mes. Luego volvió y se quedó tres meses, luego seis.

     —¿Haciendo qué?

     —Leyendo, escribiendo.

     —Hablando con la señora de blanco que se pasea por la finca —                   sugirió Saúl López.

     —De fantasma a fantasma, de acuerdo —sonrió Camelo.

     —¿Qué edad tenía? —pregunté.

     —Bueno, él nace en 1905 y muere en 1984, a los setenta y ocho años. Muere exactamente quince días antes del día de su cumpleaños setenta y nueve, que era el 1º de mayo. Lo sé porque en los últimos años yo le hacía su comida de cumpleaños cada 1º de mayo. Invitaba a sus amigos: Andrés Henestrosa, José Iturriaga, Carlos Pellicer, Alí Chumacero, a veces Octavio Paz, la crema y nata de su generación, y algunos más jóvenes. En el mes de abril del año de 1984, poco antes de su cumpleaños, Iduarte se va a comer al restaurante español Guría y se pega un atracón. Por la tarde me llama, me dice que se siente muy mal, que comió algo que no le cayó bien. Por la noche se está muriendo, y está muerto antes de amanecer. Me había encargado todo lo de su muerte con el detalle que ya les platiqué, y yo cumplí. Llevé su cuerpo al crematorio, lo identifiqué antes de que lo pusieran en la banda, escogí la urna en una vitrina y esperé tres horas hasta que me dieron las cenizas. Recuerdo que estaban calientitas todavía cuando me las dieron. También, todavía, cuando llegamos a su casa. Entonces me dice su esposa Graciela Frías: “Quiero pedirte una cosa”. “La que quieras”, le digo. “Tenías todo listo para hacerle a Andrés su comida de cumpleaños. Te pido que no la suspendas”. Se me hizo rara una comida de cumpleaños a quince días de la muerte del festejado, pero acepté. Entonces me pidió Graciela: “Y quiero que la hagas cada año”. Estuve de acuerdo. Así se lo comuniqué a los comensales de aquella primera comida de cuerpo ausente de Andrés. Todos estuvieron de acuerdo, creo que por darle gusto a Graciela. Pero Graciela no llegó al cumpleaños siguiente, se murió a los ocho meses de muerto Andrés. Yo decidí entonces celebrar el siguiente Primero de Mayo sin Graciela y sin Andrés, con los amigos que siempre venían, y seguí haciéndolo cada año. Lo sigo haciendo hasta ahora. Todos sus contemporáneos se han ido muriendo o ya no pueden venir, pero yo le hago su comida a Andrés Iduarte cada Primero de Mayo, como si viniera cada vez.

     —Viene —le dijo Saúl López de la Torre—. Es el fantasma invisible: no       necesita aparecerse para estar presente.

     —Mi señora de blanco —dijo Camelo.

Estábamos en una mesa al aire libre del Rojo Bistró, en una muy grata imitación de las terrazas francesas del verano, salvo que en el verano de la Ciudad de México llueve ciclónicamente. Amenazaba lluvia y bajaron los toldos. Camelo fumaba un puro cuyo humo pasaba por su boca tan furtiva y tan irremediablemente como los fantasmas por nuestra conversación. Dije que todo aquello me recordaba el epígrafe de la novela de José Bianco La pérdida del reino.

     —No la conozco —dijo Camelo—. ¿El epígrafe de quién es?

     —De Rubén Darío.

     —Qué interesante. ¿Y qué dice ese epígrafe?

Repetí:

Y el pesar de no ser el que yo hubiera sido

La pérdida del reino que estaba para mí.

     —Esos versos son buenos para todos —dijo Saúl López de la Torre.

     —Para todos —repitió Camelo, y volvió a chupar su puro, dejando               que el humo le corriera por el rostro y el aire arrebatara su forma                 fugitiva.

RP | ÁSS

  • Héctor Aguilar Camín
  • hector.aguilarcamin@milenio.com
  • Escritor, historiador, director de la Revista Nexos, publica Día con día en Milenio de lunes a viernes

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