Al Presidente no le simpatizan las clases medias. Tras perder siete alcaldías que gobernaba su coalición desde 2018, además de las principales ciudades del país y sus conurbaciones, López Obrador justificó la merma de un millón de votos en la Ciudad de México con un “las clases medias se están volviendo conservadoras”, lo cual, viniendo de él, suena a anatema más que a verdad. Los afanes de movilidad social ascendente de estas clases, que tanto molestaban a la aristocracia del Antiguo Régimen y a la oligarquía porfiriana, el Presidente los descalifica por “aspiracionales”, una suerte de materialismo frívolo el cual alimenta el espíritu con el consumo y no con la virtud que, en la gramática moral lopezobradorista, equivale al amor al prójimo.
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Las clases medias son el sujeto social (y político) del liberalismo que, si bien no condenaba de por vida a las clases populares, les prometió la ciudadanía para cuando fueran maduras y medianamente letradas. La intelectualidad neoliberal convino en el siglo XXI que, después de 200 años de sinsabores, México era finalmente un país de clases medias, aunque no en recursos sí en cuanto a expectativas de mejora. Y, con impecable aritmética, dedujo que si la mitad menos unos cuantos eran pobres, el otro tanto pertenecía a aquella clase. Ese dato duro daría certidumbre a la inversión, estabilidad al país y respaldo a la democracia representativa. 2018 fue un gancho al hígado a esa tesis. Segmentos importantes de las clases medias secundaron la irrupción plebeya en demanda de un cambio, rompiendo el tabú social que lastró las posibilidades lopezobradoristas en las elecciones precedentes.
López Obrador sitúa al pueblo en el centro de su discurso político. En un principio este pueblo era más amplio (las clases trabajadoras, los pequeños propietarios, los indígenas, los desvalidos), mas cuando avanzó su el sexenio el término se achicó al tamaño de un presupuesto disminuido, volviéndose sinónimo de pobre. El decálogo de junio de 2020, la respuesta más coherente que el Presidente atinó a dar al desbordamiento del covid-19, registra este cambio. Si bien la noción lopezobradorista de pueblo semejaba la del romanticismo social (el primer socialismo, Michelet), su redefinición con la pandemia (el Estado está para servir a los pobres) es indubitablemente cristiana. Incluso las clases medias que votaron por el cambio en 2018 deberían asumir ese credo y abjurar de sus expectativas aspiracionales (todo lo que exceda un par de zapatos). Cierto, para quienes consideran comunista al Presidente, el marxismo condenó a las clases medias a la extinción (la pequeña burguesía), porque la sociedad se polarizaría en burgueses y proletarios, pero no vio en el pobre al sujeto revolucionario, sino al obrero industrial (productor de plusvalor).
"López Obrador sitúa al pueblo en el centro de su discurso político. En un principio era más amplio, mas cuando avanzó el sexenio se volvió sinónimo de pobre".
Ni duda cabe que un segmento de las clases medias ni votó ni lo hará nunca por López Obrador, aunque sean tan conservadoras y cristianas como él, pero quienes sí lo hicieron en 2018 recibieron puntualmente su escarnio matutino tras las elecciones intermedias. Aparte de la austeridad evangélica transformada en política de Estado (la neoliberal cuando menos era secular), reñida con la apetencia clasemediera por los bienes y la simpatía por el “modo de vida americano” de quienes nunca estuvieron con el Presidente, a éste también le perturban las aspiraciones “egoístas” de los que alguna vez lo acompañaron en las urnas. Sin embargo, hacia ellos la condena no es únicamente moral. A López Obrador lo desconcierta particularmente la pluralidad que observa en este segmento de la clase media y la índole de sus demandas (libertad sexual, reivindicaciones de género, financiamiento a las ciencias y las artes, estudios de posgrado), que no son reductibles a la uniformidad social e ideológica que busca y considera el bálsamo para una nación injusta, desigual y diversa. Ya no digamos los pobres, incluso el pueblo lopezobradorista en su acepción extensa, es homogéneo de acuerdo con la mirada presidencial. En vista de esto, las reivindicaciones del flanco progresista de las clases medias, de atenderse, no harían más que desorganizar a la sociedad austera y feliz que habita en su fantasía, en la cual se aman los unos a los otros y los abuelos leen en voz alta la Guía ética para la transformación de México, a fin de que la familia tenga felices sueños y amanezca como un todo y en sus partes dispuesta a hacer el bien.
La Cuarta Transformación no plantea la redistribución de la riqueza con base en reordenar la relación del capital con el trabajo o en expropiar al capital privado, ni tampoco por medio de una reforma fiscal progresiva que grave a los deciles más altos de la población, para regresar los recursos captados a través del gasto público al resto de la sociedad (transferencias directas, subsidios, becas), o emplearlos en beneficio del interés colectivo (seguridad, educación, servicios). Salvo las empresas morosas con el fisco, los grandes capitales (incluida la economía criminal) prácticamente no los ha tocado la actual administración federal. Con tales restricciones presupuestales, el único reparto factible es el del gasto gubernamental. Y es allí en donde colisionan intereses y demandas de los grupos sociales menos favorecidos con los de las clases medias ilustradas, disputa arbitrada por el Presidente, quien considera que el dinero público es del pueblo, es decir, los pobres, con base en su decálogo.
López Obrador asumió que la abultada votación de 2018 le otorgaba un poder absoluto, sin considerar siquiera las demandas de un electorado considerablemente más diverso que el antagonismo social que concibe. No toda la población demanda asignaciones monetarias directas, y ello no significa que sus reivindicaciones particulares sean ilegítimas y no merezcan atención. Ningún proyecto de la izquierda socialista supuso que la igualdad se redujera al acceso común a lo indispensable o que la pobreza purificara el alma. Antes bien, aquella izquierda aspiraba a compartir la abundancia en una sociedad libre, diversa, plural e ilustrada, en la que las diferencias sociales no fueran óbice para que los satisfactores de la vida, así como los goces del cuerpo y el espíritu estuvieran a disposición de todos.
Visto de esta manera, el Presidente fue quien dio la espalda a ese segmento de la clase media que sufragó por él y le recrimina hoy día que no comparta su concepción redentorista acerca de lo público. De profundizarse la ruptura de López Obrador con el flanco progresista de las clases medias, la viabilidad de la Cuarta Transformación peligra. El tercio del electorado que le ha sido fiel desde 2006 no es suficiente para triunfar en una contienda polarizada. También trabaría la posibilidad de construir una hegemonía, porque el segmento social que desdeña es de donde salen los intelectuales (en el sentido amplio del término), los cuales se ocupan de la dirección de la sociedad en sus múltiples niveles. Conservar este aliado es fundamental, pero no basta con ofrecerle la salvación.
Carlos Illades es profesor distinguido de la UAM y autor de Vuelta a la izquierda (Océano, 2020).
ÁSS