La vida rara y asombrosa de Ángel Ortuño

In memoriam

La poeta Amaranta Caballero recuerda al autor de Mecanismos discretos, quien murió dejando una obra en la que son visibles su imaginería y múltiples influencias.

El poeta Ángel Ortuño murió el 24 de septiembre. (Foto: Carlos Zepeda)
Amaranta Caballero Prado
Guanajuato, Gto. /

I

Escribir una semblanza meticulosa y detallada sobre la obra escrita de Ángel Ortuño —a estas alturas—, sería tarea exclusiva para una tesista de autodoctorado que dedicara día y noche a investigar e indagar sobre las diversas fases de la obra, inicio, búsqueda, objetivos, probable hipótesis para que durante el proceso, la tesista se enfermara, tuviera que asistir a terapias para que le recordaran que su vida y salud mental tienen algún valor, y que la obra tal, objeto de su investigación, mejor la deje como está.

¿Por qué arguyo todo esto? Porque me doy cuenta que sería imposible comentar los poemas de Las bodas químicas escritos en 1993 o Mecanismos discretos escritos en 2010, o Gas lacrimógeno escrito en 2017, por ejemplo, sin que se le reclamara al autor la naturaleza de su obra, su actitud frente a la vida y su gana de burlarse del mundo a conciencia. ¿Qué quiero decir con esto? Simple y sencillamente que, como data el calendario cristiano, también en la obra de Ángel Ortuño es visible que hubo un antes y hay un después.

Sin embargo, antes de la monserga infame de tratar de explicar –explicar siempre sobra– porqué sí son poemas lo que él mismo considera versitos o dislates, es pertinente recordar algunos títulos de poemarios de su autoría: Las bodas químicas (Secretaría de Cultura de Jalisco, 1994), Siam (Filodecaballos, 2001), Aleta dorsal. Antología falsa, 1994-2003 (Arlequín, 2003), Minoica (con Eduardo Padilla, Bonobos, 2008), Boa (Mantis, 2009), Mecanismos discretos (Mano Santa, 2011), Perlesía (Bonobos, 2012), 1331 (Práctica mortal, 2013), El amor a los santos (Ediciones el viaje, 2015) y Turbo Girl: historias de la mamá del diablo (2015).

Ángel Ortuño en el mar de la Presa de la Olla; atrás, la casa de Jorge Ibargüengoitia en Guanajuato. (Foto: Amaranta Caballero Prado)


II

En la poética de Ángel Ortuño es ampliamente visible la imaginería e influencias múltiples del autor, digamos: cine gore, cómics, letreritos y letrerotes de la calle, textos de boletos del camión, personajes bíblicos, romanos, griegos, personajes de la Warner Bros. Enterteinment, godzillas, arte medieval y, un sinfín de enfermedades. Eso en algunos lectores desprevenidos provoca la reacción inmediata, preguntarse ¿esto es poesía? Recordemos: nada más acertado que celebrar el bastón de Mr. Hyde y la bata blanca del Dr. Jekyll al mismo tiempo. Así, más o menos un acercamiento a lo que en otras palabras sería: siempre es eficaz aprender a leer sombras y luminosidad al mismo tiempo.

Por supuesto, los títulos de sus libros aluden a que más que poemarios, se trata de libros que funcionan como artefactos que derivan del bloque de la “máquina mayor” es decir, la obra mayor, pero quizá también como muestra principal de ese antes y después que mencioné anteriormente: la idea de exhibir sin tapujos, sin temor (de Dios), una poética irreverente, irónica, lúdica y blasfema con la cual el poeta se muestra en su vocabulario personal, cotidiano, presentando escenarios de su vida –a veces ficticios, a veces no–, lugares comunes, diversas épocas donde la adolescencia adquiere una atención central y donde situaciones diversas entre lo rebelde, lo ridículo, lo mítico o lo misterioso mantienen gimnásticamente este escenario en forma.

Hoy por hoy, aún no es común encontrar fácilmente de digerir este tipo de poéticas. Si bien Manuel Maples Arce o Germán List en la segunda década del siglo XX lograron con su estridentismo genial y puntiagudo sacudir la tradición literaria de aquel contexto posrevolucionario, hoy por hoy, vuelvo a repetir, la transición de siglos nos recuerda que las formas y fondos en la literatura mexicana se develan lentos, de muchas maneras enfrascados aún en tradicionales botes de conserva. Si bien, las nuevas generaciones exigen lecturas posmodernas, tampoco exigen bien, puesto que muchas veces no conocen o reconocen los registros de la historia del arte en lo literario. Sin embargo, es justo decir que las posibilidades de apertura son inmediatas conforme el propósito de la manufactura escrita creada por autoras y autores irreverentemente serios y serias. Pensar por ejemplo en poéticas como la de Nicanor Parra, Gerardo Deniz, Marosa di Giorgio, Gertrude Stein, o sobrevolando el mapa contemporáneo en México: Ismael Velázquez, Olga García Gutiérrez, Eduardo Padilla, Norberto de la Torre por mencionar algunos. En este mismo mapa, sin duda, está inscrita la obra de Ángel Ortuño.

¿Cómo decir esto de manera breve? Como el efecto al leer sus poemas: rápida irritación e incapacidad sensorial, baja toxicidad no letal, irritación respiratoria y visual. Sin duda, la obra de Ángel Manuel Ortuño Sahagún abre las puertas de la percepción (diría Huxley). Lo que sí es verdad es que para contrarrestar sus efectos –luego de su lectura–, es recomendable beber leche para combatir el ardor en boca y garganta.


III

A manera de antiepílogo:

El viernes 24 de septiembre de 2021 Ángel Ortuño se fue sin avisar, se fue sin decir nada. Tuve la inmensa felicidad de conocerle a partir de una conversación sobre libros de aire y libros mudos en un encuentro realizado en la ciudad de Mexicali, Baja California, en octubre de 2011. Pocos meses después, en 2012 Ángel fue a electrocutarse a Tijuana en la Feria de Libro. A partir de aquella primera charla en territorio cachanilla, creció una amistad que fue transformándose en amistad profunda, viva, de sonoridades múltiples y carcajadas batientes siempre en el registro de las palabras siempre en el país del lenguaje. Nuestra charla fue conversacional, emotiva, de escritura única en correspondencia anímica y estridente. Musicalísima. Ángel Ortuño ya monje cuasi zen el de la avena y el agua mineral, ya terrorista número uno de la poesía convencional fue ese genial demonio abismado al que le gustaba reír por dentro de todo lo de afuera. Fue ese amigo con el que alguna vez me tocó ver un concierto de pianolas colgadas en las copas de siete árboles en la Ciudad de México, reíamos porque imaginábamos la escena de cada pianola sonando y cayendo sin más, sobre algunas personas de la audiencia y luego, sobre nosotros mismos, destartalados.

Desde el viernes pasado tengo claro, sé, que no funciono igual. El verbo amistar ha sido descuajado. El viernes 24 de septiembre sucedió lo tantas veces conversado, reído, imaginado: Ángel inició la exploración hacia el centro del epitafio: “Después de la muerte, no hay nada”. Una vez me dijo: Hay historias y mezclas de tumbas e isztafiate que son electricidad pura, y finalmente una rara y asombrosa manera de tener presente que la vida es rara y asombrosa. En eso yo también estoy de acuerdo. Ahora el juego será seguir gerundios: riendo mientras me siga enviando respuestas a las señales que le pido.

ÁSS

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