A la memoria de la poeta Marta Agudo
En el siglo III a. C., un poeta del que no se sabe nada más, Licofrón de Cálcide, escribió un poema absolutamente posmoderno en que Casandra, la hija adivina de Príamo, hablaba como uno esperaría que hable un ser humano poseído por un dios: con el cerebro y los sentidos a punto de explotar, inventando la mitad de las palabras y masticando las demás hasta la deformación, con una sintaxis delirante y todo, absolutamente todo, transformado en oscuros enigmas. Vale la pena aprender griego solo para leer ese poema, cuyas ediciones tienen un cuarto de notas explicativas por página, y que Manuel Fernández Galiano, quizá el mejor traductor de poesía griega del siglo XX, logró verter en perfectos alejandrinos.
Para los antiguos, ser poseído por un dios no era una cuestión metafórica como puede serlo para nosotros, sino algo brutalmente físico. Lo más cercano que podríamos experimentar hoy en día sería que nos conectaran a una computadora y de golpe nos vaciaran toda la información existente. Ya antes de Licofrón, el propio Esquilo, en el magistral monólogo de Casandra en el Agamenón, intentó reflejar este estado: al principio de su discurso, Casandra habla en una lengua inexistente, que no es ni el griego de sus captores ni la lengua anatolia de su natal Troya. Casandra lo sabe, literalmente, todo. La paradoja es que lo sabe en los momentos de posesión en que el dios habla a través de ella, en los momentos en que está conectada a la supercomputadora y su cerebro está a punto de explotar; su lenguaje, en esos momentos, no es accesible para el no iniciado: lo sabe todo, pero nadie la entiende. El coro, que dialoga con ella, se queja de que no comprende sus “palabras enfermas”. Y de pronto, en medio del discurso, el dios que habla a través de ella, Apolo, le concede algo inédito para un profeta, hablar claro:
“Con certeza mi oráculo ya no a través de los velos/ habrá de mirar, como una novia recién casada,/ mas parece que brillante hacia el sol naciente/ se lanzará espirando, de modo que, como ola,/ arrastrará hasta sus rayos este penar que es mucho/ mayor. Te lo explicaré ya sin enigmas” (Agamenón, versión de David García, 2021).
La profecía oscila entre la verdad intraducible a lenguaje humano y el don de la claridad. Anne Carson ha hecho de este pasaje de Esquilo una especie de emblema de su quehacer poético: probablemente no hay nadie en la poesía reciente que haya explorado las posibilidades y trampas del lenguaje como Carson. En Flota (2016; versión española de J. Doce y A. Catalán, 2019), en un capítulo titulado “Casandra flotar puede”, hace una sugerente comparación entre Casandra y Gordon Matta Clark, el artista que intervenía edificios “rebanándolos” para luego destruirlos, y se detiene en una de sus obras más oscuras y apasionantes: como homenaje a su hermano muerto, Matta cava un pozo en un sótano de París, al que pone una escalera tallada para descender. Cuando llega al fondo, comienza a cubrirlo de nuevo hasta que la “obra” desaparece: lo único que queda es lo que el “público” pudo ver a través del ventanuco que da a la calle y unas fotografías que alguien tomó. El “público” estaba tan en ascuas y tan confundido como el coro que escuchaba a Casandra.
En ese mismo libro, Carson hace un genial experimento sobre las fronteras de la traducción: al fin y al cabo, lo que la pobre Casandra intenta (y finalmente logra por gracia del dios) es poner en lenguaje humano algo que no lo es, es decir, una forma de la traducción. Carson intenta varias traducciones imposibles de un bello fragmento del poeta mélico Íbico, que pongo aquí en mi propia traducción:
En la primavera florecen
los membrillos de Cidonia, regados
por las corrientes de los ríos,
ahí, en el jardín inmaculado
de las doncellas, y retoñan
los brotes de la vid. Pero el amor
no está quieto para mí en ninguna
estación: igual que bajo el relámpago
y el fuego el Bóreas de Tracia
se agita dejando atrás Chipre
con indomable fuerza enloquecida,
así, sin piedad, oscuro, invencible,
devora mi corazón desde el fondo.
Las “traducciones” de Carson son las siguientes: una usando solo las palabras que aparecen en el poema “Constancia de mujer” de John Donne; una con palabras del archivo del FBI dedicado a Bertolt Brecht; una usando las palabras de la página 47 de Final de partida de Samuel Beckett; una con palabras de Conversaciones con Kafka de Gustav Janouch; una usando solo nombres de estaciones y señales del metro de Londres, y una usando palabras del folleto de instrucciones de su horno de microondas (modelo Emerson 1000W). Copio aquí la última de ellas en la versión de Doce y Catalán:
En los bocados y aperitivos calientes, por un lado, las salsas de soja,
Barbacoa, Worcestershire o de carne,
al estar condimentadas con pimentón
donde una apariencia dorada es deseable
y bajo el tubo magnetrón
galletitas pastosas,
envueltas en tocino,
se endurecen.
Por otro lado, una tortita congelada
no quedará crujiente.
Al contrario, más bien,
como ondas de radio,
burbujeando,
salpicando,
acompañada por tu frotarte las manos,
sin agujerear la envoltura de plástico,
sin reorganizar las piezas a la mitad,
sin usar el recipiente de palomitas del microondas,
te abrasará de inmediato la nariz.
En la poesía de Carson el lenguaje gira hacia resultados inesperados, tal como pasa en esta “traducción”: hay casi siempre lo que podríamos llamar una interferencia, o más bien, un conjunto de interferencias que al mismo tiempo celebran las posibilidades del discurso y muestran sus limitaciones. Es exactamente lo que le sucede a Casandra.
La obra de Carson en español ha sido traducida casi toda ella por la también poeta Jeannette L. Clariond, que ha venido publicándola desde hace años en la editorial Vaso Roto.
Una de las obras centrales traducidas por Clariond es Nox, publicada originalmente en 2010. Como es sabido, nox significa “noche” en latín. El libro es en sí mismo un objeto: una caja rectangular dentro de la cual hay un cuaderno que intercala recortes de periódico y de libros, fotos, postales, memorabilia de todo tipo acerca del hermano desaparecido de Carson. La edición de Vaso Roto (2018) reproduce al milímetro la original de New Directions: vista desde fuera tiene la forma de una estela funeraria griega, con la figura del difunto al frente, en el lugar que en el monumento ocuparía el bajorrelieve. Carson lo define como un “epitafio en forma de libro”. Para la mentalidad antigua es una estela funeraria, pero es obvio que para la contemporánea da la impresión de un ataúd o un cofre.
Carson suele usar estos dobletes conceptuales, que le permiten su formación como profesora de Filología Griega. En la antigüedad griega y romana, el cuerpo del fallecido era cremado y se colocaba en una urna que se enterraba al pie de la estela funeraria, en la que solía haber un bajorrelieve alusivo (casi siempre una escena de despedida) y un epigrama de unos cuantos versos acerca del difunto. Si la persona en cuestión había muerto lejos de su casa, como ocurría a menudo con comerciantes o marineros, el cuerpo solía cremarse y enterrarse ahí donde sucedía, y en su lugar natal se elevaba un cenotafio, que era igual a cualquier otra tumba, pero estaba vacío. Esto es exactamente lo que le ocurrió al hermano de Carson: el libro es su cenotafio, una tumba vacía hecha de recortes y de recuerdos salvados por el azar, con los cuales se intenta elaborar un retrato.
Al enfrentarse a la muerte de su hermano muy lejos de su país de origen, Carson cae en la cuenta de que a Cayo Valerio Catulo, poeta romano del siglo I a. C., le había pasado exactamente lo mismo que a ella. Catulo había escrito entonces uno de los poemas más bellos y justamente célebres de la literatura latina, que pongo aquí en la versión del poeta Juan Antonio González Iglesias:
Muchos países he atravesado
y muchos mares. Y aquí llego, hermano,
ante esta infortunada tumba tuya,
para darte los últimos honores,
los propios de la muerte, y dirigirme
inútilmente a tu ceniza muda,
ya que el destino te apartó de mí,
mi pobre hermano, ay, injustamente
perdido. Pero ahora estas ofrendas
han llegado hasta aquí, según la antigua
costumbre que heredaron nuestros padres,
con toda mi tristeza ante tu tumba.
Acéptalas, que vienen empapadas
por el llanto fraterno. Y para siempre,
hermano mío, te despido. Adiós.
Carson tiene, pues, ante sí un hecho personal terrible pero que se repite desde que el mundo existe, y que como tal ya ha sido cantado. ¿Cuál es su respuesta? Pegar en un cuaderno el poema de Catulo en latín y escribir un libro que tiene la forma de una enorme glosa, comentario o, incluso, diccionario: toma cada una de las 61 palabras que tiene el poema y a partir de ellas va haciendo su propio libro-monumento. Cada página de Nox es al mismo tiempo la interpretación de un texto dado por otro poeta hace más de dos mil años y la construcción de un texto nuevo, un reciclaje y, para usar un término favorito de Carson, una decreación.
Decreación (2005) es precisamente el título de otro libro central de Carson, traducido también por Clariond (2014). El término, acuñado por Simone Weil para referirse a la disolución del yo, en Carson se extiende a la disolución de la forma y a la hibridación de los géneros: en la obra de Carson hay desde libretos de ópera (la propia Decreación) hasta tangos (La belleza del marido, 2000, traducción de Ana María Becciu, 2019), desde obras de teatro (Norma Jeane Baker de Troya, 2020, traducción de Jeannette Clariond, 2021) hasta cómics (Las mujeres troyanas, 2021, traducción de Jeannette Clariond, 2022), pasando por traducciones (Si no el invierno: poemas de Safo, 2002, edición trilingüe de Aurora Luque, 2019), ensayos (Eros el dulce-amargo, 1986, traducción de Mirta Rosenberg, 2015) y diarios (Tipos de agua, 2000, traducción de Sara Cantú, 2018). A menudo todos los géneros confluyen en un solo libro, conformando esa lectura al mismo tiempo sobresaltada y fluida que es ya la firma personal de la autora. Y más allá de la mezcla de géneros y el reciclaje creativo de la literatura ya existente, Carson es una ávida exploradora de soportes: su libro más reciente, un cómic basado en las Troyanas de Eurípides, escrito junto a la dibujante Rosanna Bruno, logra ser tan devastador como la propia tragedia, uno de los más descarnados retratos de la guerra (visto desde el lado perdedor) que se hayan creado nunca.
En varias de estas obras Casandra aparece arrastrando su sino de profeta a la que nadie cree hasta que es demasiado tarde. Profeta en su cultura de origen, pero traductora y poeta en un mundo desacralizado y, lo más importante, mujer en las dos. Una mujer, prisionera de guerra aunque sea hija de un rey, que vale lo mismo que una vaca o una oveja, pero mucho menos que un buen corcel de guerra. Mujer que pierde a sus hermanos y a su patria por la guerra, como les ocurre a todas las prisioneras troyanas, y que pierde, sobre todo, la sacralidad de su don. Carson le restituye una y otra vez su voz, a ella y a otras mujeres que la han perdido o cuando menos la han visto disminuida (Safo, Margarita Porete, Simone Weil o Virginia Woolf). Weil es precisamente quien canta el Aria de la decreación (en traducción de Clariond), que podría ser la suma de todas esas mujeres:
Soy exceso.
Carne.
Cerebro.
Aliento.
Criatura que
rompe el silencio del cielo,
obstruye la vista de Dios de su amada creación
y como un tercero no bienvenido entre dos amantes
se atraviesa en el medio.
Es la creación lo que Dios ama
—montañas y mar y los años venideros—,
simple horizonte azul de todo cuidado.
El mundo como es cuando no estoy ahí.
¡Deshagan esta criatura!
Exceso.
Cerebro.
Aliento.
Criatura.
Deshagan esta criatura.
AQ