¿En qué momento la especie humana vivió su edad de oro? Parecería paradójico que en una de las etapas históricas en que supuestamente se dispone de mayor abundancia material, libertades y posibilidades vitales para mujeres y hombres, se siga añorando un incierto estado paradisiaco.
En su libro, Guía del cazador recolector para el siglo XXI (Planeta, 2022), Heather Heying y Bret Weinstein, dos biólogos evolucionistas e intelectuales públicos, encaran de nuevo el “malestar de la cultura” contemporánea y lo explican como fruto de una desadaptación del cerebro y el cuerpo ancestrales a las exigencias de una cambiante modernidad. A partir de esta perspectiva, hacen una amena y pedagógica historia de la evolución humana, abordan temas como la alimentación, el amor y la crianza y brindan diversos consejos para “desmodernizarse”, algunos sensatos, otros muy extravagantes.
Esta afable y exagerada diatriba de la vida moderna no es rara y llega a adoptar las vertientes más radicales. Por ejemplo, para algunos, la vida, ya no premoderna, sino prehistórica, es un estado ideal del que la humanidad no debió salir nunca. John Zerzan en su controvertido ensayo Future Primitive señala que, antes de la invención de la agricultura y la sedentarización, la vida humana era más plena y saludable. Para Zerzan la etapa de los recolectores-cazadores constituyó un momento idílico de la humanidad en el que las jerarquías no eran significativas, se privilegiaba la cooperación sobre la competencia y existía una relación más equitativa entre géneros.
Esta forma de vida tenía ventajas desde dietéticas hasta emocionales, pues la alimentación dependía principalmente de la ingesta de vegetales ricos en fibra y, debido a la importancia de la cooperación, se generaba una ética social igualitaria, donde la solidaridad y la generosidad eran, literalmente, indispensables. La sexualidad en estas sociedades era más libre y agradable, carecía del sentido de posesión y de culpa y aceptaba el albedrío y el deseo de mujeres y hombres.
Para Zerzan, el surgimiento de elementos de la cultura, como la escritura, constituyeron un rompimiento de este orden natural y permitieron codificar los símbolos de la dominación y comenzar el ciclo de esclavitud humana, derivado de la división del trabajo. De hecho, la aparición de figuras como los chamanes hizo evidente que esa capacidad extrasensorial y ese vínculo mágico con la naturaleza que todos poseían, se había privatizado. Por su parte, la agricultura y la domesticación de animales, sorprendentemente, limitaron la calidad de vida de esas sociedades arcádicas, en la que se disponía de recursos suficientes para sobrevivir y mucho tiempo libre para el juego.
Así, de acuerdo a esta óptica, a veces simplista pero invariablemente seductora, detrás de la ambivalente modernidad, subsisten resabios de formas de vida no normadas y placenteras, cuyo recuerdo aún impacta la memoria humana y desata una casi inexplicable añoranza biológica.
AQ