La mayor parte de la pintura que vemos ya no es pintura, sino la imagen de una imagen o —peor aún— la representación de múltiples planos que nos hacen tener la ilusión de una obra. Todo en el suceso de la pantalla inteligente o de nuestra mente afectada por ella.
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Capas que sobreponemos a otras capas, con colores más brillantes o más opacos, nos provocan una idea lisa, en cuadritos o pixeles imperceptibles, y falsa, por tratarse de una copia de una copia de la creación en la que está involucrado, a pesar de todo, el carácter sucio, vivo, cambiante, mestizo, insospechado de la materia y la resiliencia de la mano y el ojo. Por ello, resulta inevitable pensar, por contraste, en el temperamento colmado de inquietud matérica, de angustia en la coloración y, en general, de búsqueda permanente en la capacidad de engendrar nuevas formas. En una corriente casi subterránea, la pintura auténtica sobrevive a la banalización del cuadro, a las ocurrencias conceptuales, al capricho de re-textualizar los objetos y a las argucias de la reproducción. De un modo singular, en un expresionismo inevitable, este es el trabajo de protesta y porfía de Relámpagos de la memoria de Guillermo Arreola, en la exposición realizada entre el 17 de abril y el 16 de junio de 2024 en el Museo de Arte Moderno (MAM).
Esa muestra capturaba nuestra atención con el desarrollo de un contrapunto entre blancos pringados y negros subrayados de forma gruesa en el contorno; entre líneas de paisaje unidas en fuerte oposición y trazos emparejados bruscamente en colores fríos y calientes; y entre el juego de lo externo-interno y de lo que está arriba-abajo en una atmósfera temible. En muchos de los cuadros de Arreola, de ésa y de exposiciones anteriores, nos topamos de frente con una extraña y estremecedora intranquilidad primaria, con una ansiedad original —casi adolescente—, llena de violencia, de visiones oscuras y de rebelde sinceridad. El título de la exposición alude a esa emoción de manera legítima porque de verdad la fuerza que nos ofrece y nos detiene es una explosión —y un recuerdo impetuoso reverbera en ella. La fuerte carga de apariencia matérica en su modo de perseguir y entender el color nos puede hacer vacilar y hacernos sentir que el sujeto imaginario de la pintura de Arreola está dominado por la revelación aplastante de las cosas, como puede sugerir el cuadro Naufragio anterior (técnica mixta sobre tela) o Un paisaje de Allende (óleo sobre madera). Pero no es así. El verdadero centro de su atribulada visión pubescente es él mismo: el hombre niño que mira hacia afuera-adentro desde el azul del cuadro —no es el otro, aunque aparezcan muchas representaciones colectivas. Lo que nos puede hacer sentir la proximidad vibrante de otras presencias sólo es nuestro propio mundo íntimo, individual y tumultuoso, poblado de seres más bien pobres, insignificantes e indefensos, en donde —como dice Gabriel Bernal al hablar de Arreola— “el uno contrasta con los muchos”. Eso es lo que nos muestra el cuadro El forastero (óleo sobre tela) en el que podemos vislumbrar, en una escena apocalíptica, la reunión agitada de una muchedumbre en la contemplación de un signo que no es otra cosa que un hombre, un único hombre, colgado de quién sabe qué soga.
AQ