La primera vez que me sentí asesina estaba encerrada en un auditorio lleno de alumnos de secundaria y preparatoria a los que un profesor les había encomendado leer mi primera novela. No porque los quisiera matar —más bien me sentía bastante asustada—, sino porque uno de ellos con su carita de inocencia me preguntó: ¿Y de verdad se muere el viejito? Sentí horrible de tenerle que decir que sí. Hay un viejito que muere en la novela, sí, y el suyo es el segundo de mis crímenes (el primero murió en un cuento). En adelante he matado a un apacible fabricante de muebles que no lo merecía, a un fiel marido, a unos náufragos y pocos más. No es que sea una asesina de personajes como otros que se escabechan a cinco por novela, pero no se crean, no es fácil.
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Hay personajes que deben morir porque ese su destino desde un principio, como el de todos nosotros; otros que mueren por sorpresa, pues a mitad de la novela descubrimos que es mejor que hagan mutis; y otros cuya muerte se planea como un crimen. En todo caso no es matarlos, sino contar su muerte, pero de alguna manera se parece: ese personaje dejará de respirar adentro de nosotros y nos dejará solos. Como un avance del fin de la novela o del cuento, aunque éste, por su brevedad, no nos permite involucrarnos tanto con los personajes como para lamentar su desaparición.
Me pregunto cómo se sintió Tolstoi al escribir las muertes de Andrei Bolkonski, desde la primera escena en que queda tirado en el campo de batalla junto a la bandera, cree que va a morir y se abisma contemplando las nubes hasta que lo encuentra Napoleón y exclama “¡Que bella muerte!”, y la escena de su muerte real, posterior, cuando lo acompaña Natasha. La primera es una representación romántica de la muerte, una especie de cuadro de Delacroix; la segunda es triste y verdadera.
Luego está la de Madame Bovary; encuentro que Flaubert escribió en su correspondencia que, cuando escribía la muerte de Emma, sentía el sabor del arsénico en la boca, a tal punto que tuvo dos indigestiones y llegó a devolver el estómago. Era tal la identificación con su personaje que sufrió su muerte como propia y así sucede que al escribir la muerte el escritor siente también que muere, o por lo menos una parte suya.
En estos días debe morir un personaje mío y me doy cuenta de que alargo el momento, lo pospongo, lo pienso, me hago guaje. Y por más que después la retrabaje y corrija, esa página de la muerte, al escribirla, se sentirá desolada y yo también. Como tener que regresar de un viaje, como sentirse expulsado de la propia fantasía. Sólo espero que no me den ataques de tos, ni indigestiones como a Flaubert, que seguramente no comía poco.
AQ