Augusto Monterroso: un relato camaleónico y un ensayo que fabula

En portada

Al abordar la obra del escritor guatemalteco, no existe una solución satisfactoria para los entusiastas del casillero y la etiqueta.

Augusto Monterroso, escritor guatemalteco. (IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada/RSA-05198)
Alejandro Arteaga
Ciudad de México /

Ficción sobre ficción, Augusto Monterroso se retrata a menudo en sus libros como un escritor renuente al que sus amigos orillan a publicar: “mi amigo me hizo acudir a su oficina […] y una vez ahí me dijo […] que si en los próximos treinta días yo no le presentaba los originales del volumen en cuestión, me despediría” (“Mi primer libro”, Literatura y vida, 2004); o como un hombre al que seres infames constantemente abruman con la exigencia de una nueva publicación: “Varios amigos me preguntaban: ¿cuándo publicas otro libro? Pacientemente he reunido los textos aquí incluidos. Si a estos amigos no les gustan, pueden culparse únicamente a sí mismos, pues yo siempre les decía: ¿para qué?” (La vaca, 1998); o acaso como un sujeto bonachón y bromista que acepta coleccionar un puñado de escritos para saciar ese reclamo y congraciarse con los suyos: “Me gustó la idea de reunir en un libro textos misceláneos que tuvieran cierto valor literario para entretener un poco a mis amigos” (Viaje al centro de la fábula, 1981). Sea lo anterior un mito o la simple media filiación del personaje que todo escritor se construye, Monterroso agrupa en unos cuantos breves volúmenes —obligado quizá por esos amigos fantasma— los textos que erigen su menudo y a la vez gigante monumento: Obras completas (y otros cuentos), La oveja negra y demás fábulas, Movimiento perpetuo, Viaje al centro de la fábula, Lo demás es silencio, La palabra mágica, La letra e, Los buscadores de oro, La vaca, Pájaros de Hispanoamérica y, de manera póstuma, Literatura y vida. Y aunque algunos de ellos se clasifican tajantemente como cuentos, fábulas, novela, memorias o ensayos, otros —la mayoría— parecen flotar entre géneros y constituirse como el sello de la casa: la miscelánea o el almanaque.

Se sabe, todo intento de abordar el legado de un escritor es una reducción, el ensayo de una miniatura para apreciar desde otra perspectiva un acontecimiento. Por tanto, como si se hiciera uso de una falsa herramienta, tal vez resulte aventurado confinar el trabajo de Monterroso a dos grandes rubros, la ficción y el ensayo, pues es posible que con su obra suceda lo mismo que con la de Jorge Luis Borges: cuando se trata de separar la obra narrativa de sus ensayos aparece el problema de dónde colocar sus textos ensayísticos sobre libros ficticios y dónde sus relatos disfrazados de textos críticos. No existe una solución satisfactoria para los entusiastas del casillero y la etiqueta.

Sin embargo, como un intento de zanjar el asunto, el autor de “El dinosaurio” dejó algunas líneas que podrían investirse en los fragmentos de una poética cuyos sentidos convergen, una preceptiva que retrata con fidelidad sus ejercicios de escritura y nos permite tomar aire. Sin más: un relato camaleónico y un ensayo que fabula.

Así, en su texto “El árbol”, aparecido en el libro La vaca, escribe sobre el cuento: “Con frecuencia me pregunto: ¿qué pretendemos cuando abordamos las formas nuevas del relato, del cuento, corto, breve o brevísimo? ¿De qué manera enfrentamos esa vaga o tajante indiferencia de lectores y editores hacia este género inasible [...]? Sé que de muy diversos modos: transformándolo, cambiando su sentido, su configuración; dotándolo de intenciones diferentes, a veces reduciéndolo sin más al absurdo, y aun disfrazándolo: de poema, de meditación, de reseña, de ensayo, de todo aquello que sin hacerlo abandonar su fin primordial —contar algo—, lo enriquezca y vaya a excitar la imaginación o la emoción de la gente”.

Algunos de sus mejores relatos, “Míster Taylor”, “Primera dama”, “Leopoldo (sus trabajos)”, “Movimiento perpetuo”, “Sinfonía concluida” o “De lo circunstancial o lo efímero”, son narraciones clásicas atravesadas con frecuencia por la ironía que difícilmente mudan de soporte aunque se imbrican de recursos heterogéneos. Más allá de su alta calidad, la prosa camaleónica que en realidad forja su estilo aparece no en el relato “El dinosaurio” o “Vaca” —que sólo lo prefiguran— sino en las fábulas. Esas fábulas, además de actualizar y revertir un género, sirven de perfecto aparador para el humor y la sátira que el autor deslizará en sus posteriores ensayos, varia invención y sobre todo en su novela Lo demás es silencio, donde registros de distinto carácter —testimonios, cartas, decálogos, refranes, viñetas, dibujos, ponencias, artículos, diarios, aforismos, dichos o apotegmas— abonan al relato de la vida y la obra del escritor Eduardo Torres en San Blas.

Más allá, el sitio donde las rutas se cruzan para bien y nos permiten vislumbrar el secreto de la prosa monterrosiana lo encuentro en el texto “Cervantes ensayista” (Literatura y vida, 2004), en el que además de presentar sus armas, el autor define lo que debería ser el ensayo creativo para cualquiera que se apreste a escribirlo: “Ensayo, sabe usted, [es] un texto más o menos breve, muy libre, de preferencia en primera persona, sobre cualquier cosa […], escrito en tono aparentemente serio pero idealmente envuelto en un vago y ligero humor y, de ser posible, en forma irónica, y preferible si autoirónica, sin el menor afán de afirmar nada concluyente; y si de lo expresado en él se desprende cierta melancolía o determinado escepticismo respecto del destino humano, mejor; y si una digresión se desliza aquí o allá, mejor que mejor, pues la libertad de pasar de un punto a otro sin excusas ni rebuscamientos, y hasta de interrumpirse y olvidarse (o hacer como que uno se olvida) de por dónde va, puede ser lo que venga a dar al ensayo ese encanto parecido al que se desprende de una conversación inteligente”.


Rubén Bonifaz Nuño y Augusto Monterroso. (IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada/RSA-05191)


En esta convergencia se presenta y aclara la maniobra del guatemalteco para su prosa no deliberadamente narrativa. A saber, una “conversación inteligente” y desenfadada, una charla natural donde aparecen y se entremezclan asuntos que amplían, detallan, bifurcan, comentan y distraen para presentar de una manera amena las obsesiones, las manías, las memorias desgajadas de una personalidad curiosa, falsamente humilde, aunque sorprendentemente lúcida y cultivada, que no pretende aleccionar ni concluir sino provocar, seducir, inspirar; un ensayo sin disculpas ni credos, un ensayo libre de desviar su rumbo e incluso de inventar sus fuentes, construir un misterio o timar a su lector más querido. En resumen: un ensayo que fabula.

Y si uno se da a la tarea de indagar los asuntos de varios de sus ensayos en Movimiento perpetuo, La palabra mágica, La letra e, La vaca o Literatura y vida, nos parecerán pronto un catálogo de temas dispares que abren sus puertas a la imaginación: el seudónimo, las pulgas, la rareza del libro propio, la exportación de cerebros como solución financiera, célebres errores literarios, la biblioteca del pobre, las costumbres de una nueva soltería, los sueños del latín, el árbol de temas para un cuento, la traducción de títulos, las influencias sin fin, buena y mala suerte de los libros, novelas sobre dictadores, las batallas contra la solemnidad, los palíndromos y juegos de palabras, los obituarios, las consecuencias benéficas y maléficas de un encuentro con Borges, maneras de deshacerse de los demasiados libros, o la estatura de los escritores y la brevedad.

Torre de Babel de los géneros para un escritor a la fuerza, apuntes misceláneos, palíndromos inadvertidos, fábulas sin moral, crueles divertimentos, avisos sin ocasión, recomendaciones infundadas, descabellados aforismos, sátira fronteriza y marginal ironía, una lluvia ácida de frases resulta útil para el asedio de una obra que escapa al análisis rutinario, la de Augusto Monterroso, un hombre que habría cumplido cien años el 21 de diciembre de 2021 y quien también se extrañaba de la fascinación de hombres y mujeres ante el sistema decimal.

Las ilusiones perdidas*

Javier Perucho


Para Francisca Noguerol


Al atardecer, Míster Taylor intercedió con el tipógrafo para que el libro mayor de la Oveja Negra, Viaje al centro de la fábula, fuera estampado con la tinta bruna de su imprenta. La Oveja Negra, sin embargo, con esas mismas fábulas se lo impedía. En alianza, o cruzada política —váyase a saber cómo piensan los animales—, la vaca, el zorro, el lobo, la sirena y demás pájaros de Hispanoamérica conciliaron con ella, parlamentaron hasta el anochecer y, después de convencerla, apoquinaron los honorarios del impresor para que publicara el dicho volumen entre sus Obras Completas e incluyera en el mismo tiro otros cuentos. Lo demás es silencio, restos de una letra, E, zumbido de moscas y hablillas de la servidumbre.

Mientras el cajista ordenaba la tipografía, la Oveja Negra sollozaba a orillas del río Mapocho, desconsolada por ese movimiento perpetuo hacia la palabra mágica, profesada por los buscadores de oro. La misma palabra que dio sustento a las ilusiones de los niños, los ancianos, las prostitutas, los inválidos, las abuelitas que cruzan la calle, los poetas y demás causas perdidas.

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*Apócrifo monterrosiano. En México es inédito; el año que entra lo publicará Paqui Noguerol en Salamanca.​

​AQ

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