En la ciudad de Granada, donde la herencia árabe continúa vigente, un Carmen es una casa con un jardín interior oculto a los ojos de los demás. En una vivienda con esa característica transcurrió la primera y decisiva estancia en España del investigador y escritor irlandés Ian Gibson. Poco antes se había topado en su natal Irlanda con el Romancero gitano de Federico García Lorca, el libro y el autor que lo sedujo para toda la vida. Así que, equipado con el vocabulario básico de nuestra lengua y con el firme propósito de averiguar la vida del poeta andaluz, viajó hasta la ciudad de la Alhambra. Pronto, sin embargo, se dio cuenta de que aquello que debía esclarecer era el asesinato de esa figura clave en la cultura española del siglo XX. Su pasión por este país, y por su historia reciente, lo llevaría a ocuparse más tarde de figuras como Antonio Machado, José Antonio Primo de Rivera, Salvador Dalí y Luis Buñuel.
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Más de medio siglo después del inicio de sus pesquisas y de echar raíces en la península ibérica, este hombre de pelo blanco, gafas finas y rostro colorado es uno de los hispanistas más citados en el mundo entero. El próximo mes cumplirá 84 años de vida, una edad más que suficiente para realizar un arduo ejercicio memoralístico. De hecho, lo terminó de escribir el año pasado, se titula Un Carmen en Granada, hace unas semanas la editorial Tusquets le dio el XXXV Premio Comillas y, dentro de unos días, el texto estupendamente editado llegará a las librerías.
El biógrafo, entonces, se ha pasado a la autobiografía.
Anoche tuve el privilegio de terminar de leer las galeradas de esta obra de colmillos largos y tono íntimo, a veces emotiva y reflexiva, siempre apasionada, en la que Gibson describe sin tapujos la vida de su familia dublinesa de clase media, metodista pero rodeada de un océano católico, con dificultades afectivas y demonios que determinaron su infancia y juventud: celos, desavenencias entre una madre amargada y un padre acomplejado, desconfianza generalizada y una constante represión religiosa. No se ha olvidado, sin embargo, de incluir en estas páginas a sus amigos y maestros, sus iniciales aventuras eróticas y su afición por la naturaleza y los pájaros.
Hace más de una década, cuando fui a visitarlo por primera vez a su apacible casa del barrio de Lavapiés, le pregunté por qué había elegido ser biógrafo. Pensó la respuesta durante unos instantes y soltó: “por mi niñera”. Me contó que cuando era niño estaba perdidamente enamorado de Kathleen, una hermosa y cariñosa mujer católica que habían contratado sus padres para cuidarlo a él y a sus hermanos. “Un día, de repente, se fue sin despedirse. Muchos años después mi madre me dijo que le habían ofrecido un trabajo mejor, atendiendo a una anciana rica, y que no había querido decirnos adiós porque se le habría partido el corazón. Bueno, pues esa traumática desaparición fue la que me motivó a escarbar, por ejemplo, en la etapa simbolista de Antonio Machado, cuando en sus versos habla de una compañera perdida para siempre en la infancia”, me explicó. Después de un par de copas de vino, con la mirada vidriosa confesó: “por eso, también, pongo obsesivamente en YouTube el vídeo de Armando Manzanero interpretando "Esta tarde vi llover": ‘Esta tarde vi llover, vi gente correr, ¡y no estabas tú!’ ¡Y no estabas tú! Es para morirse”.
Ahora, fiel a su estilo de centrarse en las anécdotas que importan y en los datos precisos, ha escrito en su autobiografía: “William Wordsworth tenía razón: el niño es padre del hombre, algo que Freud y el psicoanálisis confirmarían después. Hoy sabemos que un niño de cuatro años puede estar locamente enamorado de una persona mayor. Y que, si esta desaparece de su vida sin aviso previo, sin explicación, para no retornar nunca, es capaz de querer morirse”.
Ian Gibson podría haber sido un eminente y bien pagado profesor de filología hispánica en Irlanda o en Inglaterra. Si eligió España fue porque aquí encontró su razón de ser: Federico García Lorca. “Sin Lorca no existo”, afirma. “No sabría decir exactamente por qué. Fue algo muy íntimo, muy profundo lo que su poesía me revelaba. Tenía que ver con lo atávico, con algo primitivo, instintivo y telúrico. Debe ser que me enseñó tanto a detectar como a querer liberarme del ambiente puritano que viví de niño en una familia protestante rodeada de católicos”.
ÁSS