Bacon ensayista

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El filósofo encontró en el ensayo un refugio donde podía descansar de sus certezas, sus dogmas y ambiciones, y asumir sus incertidumbres y vulnerabilidades.

Francis Bacon en un retrato de 1617. (Wikimedia Commons)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Desde Platón hasta Heidegger pasando por Moro existe una larga serie de intelectuales descollantes que, en sus intentos de hacer fructuoso el saber en las esferas del poder, resultan fulminados por el demonio de la política.

Francis Bacon (1561-1626) encarna uno de los intelectos más versátiles y dotados de la órbita inglesa. Fue uno de los pioneros del moderno método científico; un utopista que con la aleación de ciencia e imaginación construyó una fascinante odisea futurista en su Nueva Atlántida y un hombre ambicioso que jugó (y perdió) en las grandes ligas políticas de su tiempo. De una familia ilustre, pero desprovisto de herencia, Bacon labró con mucho talento y astucia, y pocos escrúpulos, una trayectoria política que, tras muchas aventuras e intrigas, lo llevó a escalar los más prominentes puestos y honores. Con todo, su fortuna duró poco y, en la cumbre de su carrera, fue acusado de venalidad, encarcelado, casi ajusticiado, indultado y, finalmente, apartado ignominiosamente de la vida pública.

Este individuo dotado de espectaculares dones intelectuales se fascinó (desde que, mientras vivía en Francia, leyó los novedosos y exitosos escritos de un tal Montaigne) por ese género informal tan parecido a la conversación que era el ensayo. Francis Bacon aclimató este género en Inglaterra, publicó sus propios ensayos y sembró la semilla de una de las más preciadas prácticas de la prosa y el ingenio inglés. Los Ensayos de Bacon (Galaxia Gutenberg, 2023) muestran esta temprana recepción del género y hacen ostensibles las características del enfoque baconiano.

Como Montaigne, Bacon reflexiona sobre un conjunto misceláneo de temas (la verdad, el amor, la muerte, la venganza, la ira, el disimulo, el poder), con un realismo, a veces muy crudo, ajeno a la moral y las convenciones en boga; con todo, a diferencia de Montaigne, se permite menos digresiones, tiene una mayor disposición a los temas relevantes y las conclusiones edificantes y no incursiona en su propia intimidad de manera tan pronunciada, sincera y desenfadada como su antecesor francés. Bacon trabajó diversas versiones de sus ensayos, a los que aliñó y adicionó constantemente. El amor por el ensayo en Bacon puede entenderse como el interés por una práctica relajada que complementaba su faceta intelectual más sistemática; pero también como el apego a un refugio íntimo en el cual el brillante científico y el calculador político, que tanto gravitaban en él, podían descansar de sus certezas, sus dogmas y ambiciones, y asumir sus incertidumbres y vulnerabilidades.

Porque, premonitorio, Bacon advertía la esclavitud de los codiciosos de cargos: su sumisión a los tiranos o a las masas, su despersonalización y la pérdida de su lengua en los sinsentidos del cliché: “Son hombres que no disponen libremente de su persona ni de sus actos, ni de sus días. Es extraño desear un poder que te lleva a perder la libertad, ostentar un poder sobre los demás y perderlo sobre uno mismo”.

AQ

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