Baudelaire el revolucionario

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El escritor Roberto Saviano reseña la más reciente traducción de Las flores del mal en Italia, y hace un recorrido por su vida y los significados de su obra mayor.

Charles Baudelaire no vivió para ver el éxito de 'Las flores del mal', libro por el que fue condenado en su tiempo. (Ilustración: Boligán)
Roberto Saviano
Ciudad de México /

Decía Baudelaire: “Mi libro enfurece a los imbéciles, por eso es bello”. Baudelaire è vivo (Baudelaire está vivo), de Giuseppe Montesano (Giunti, 2021), va a ser calificado como un libro definitivo. Se utiliza la palabra definitivo para decir que no se puede escribir mejor y más sobre un tema. Yo creo que este es un libro definitivo porque el camino que ha trazado es definitivamente indeleble.

Tener en la mano Baudelaire è vivo significa la posibilidad de abrir un ataúd. Giuseppe Montesano es uno de esos escritores, rarísimos, capaces de acceder a un conocimiento amplio y profundo, y cuando uno se topa con sus obras ensayísticas —que en realidad en su ADN siempre tienen una hélice poética que lleva lejos— se tiene la impresión de estar leyendo a Toynbee, Splenger, Gibbons, los grandes historiadores visionarios que te restituyen un universo entero. Para intentar invitarte a leer este libro, simplemente quiero decir que quienes renuncien a su lectura perderán la oportunidad única de explorar el sentido de la vida teniendo como guía a Charles Baudelaire.

Baudelaire escribió una obra poética que le valió juicio y condena: Las flores del mal. Una obra cuyo nombre pronuncio con prudencia, timidez y conciencia porque con demasiada frecuencia se abusa de él, y es vendido para rellenar cualquier cosa. Las flores del mal es una obra tan importante, tan vital que no es posible invocarla en vano. Casi se correría el riesgo de consumirla. Cuando Baudelaire la entregó a la imprenta, en el fondo estaba convencido que no lo llevarían a juicio. Le escribe a su madre diciéndole que el gobierno tenía otros asuntos más importantes que atender como las elecciones de París, y que no tendría tiempo para sentenciar a un loco. Sin embargo, se equivocaba: fue condenado exactamente como lo fue Flaubert. Se le acusó de realismo: “Esa fiebre malsana que lleva a pintar todo, a escribir todo, a decir todo”. Ya en la época de Napoleón III era asunto muy deplorable que los escritores se tomasen la molestia de decir todo. Ese todo no se decía, era acallado.

Existe el mundo antes de Las flores del mal y el mundo que Las flores del mal generaron. Toda la crítica se ensañó, como si se pusiesen del lado del gobierno diabólico del dictador. Mauron escribió: “Nunca un hombre más violento ha cantado cosas más vacías en una lengua más imposible”. Bodin dijo: “Acumula alegorías ambiciosas para disimular la ausencia de ideas”. Menard parloteó: “Su mal real es el de haber vivido en un mundo fantástico todo poblado de sombras malsanas”. Otros dijeron: “No es ni dulce ni tierno ni humano” —las tres virtudes que se pretendían de la poesía—.

Pero Las flores del mal cambian todo. Interrumpen dramáticamente el curso milenario de la Poesía. Y Montesano deviene historiador y luego novelista de esta increíble vicisitud, pidiendo ayuda a Alberto Savinio para el cual Baudelaire, como Copérnico y Darwin, había matado a un Dios: el suyo es un libro de poesía que ha tenido el impacto de El origen del hombre de Darwin y del De Revolutionibus Orbium Celestium de Copérnico.

Pero, ¿qué hace la poesía de Baudelaire para ser tan peligrosa? “El gran libro baudelairiano —escribe Montesano— lleva el signo del fin de toda ceremonia de inocencia, de toda belleza que no quiere ver el horror del que está hecha”. Es una poesía que anticipa la idea que Adorno tiene del arte como “magia liberada de la mentira de ser verdad”. Así, Las flores del mal decretan un nuevo acceso a la verdad. Y precisamente, como epígrafe en su libro, Baudelaire cita, para recordar la herida abierta de la derrota de la revuelta de 1848, a un poeta del siglo XVII francés: “Se ha dicho que hay que dejar correr las cosas execrables. / En el pozo del olvido y en los sepulcros clausurados, / Y que en los escritos el mal resucitado / Infectará las costumbres de la posteridad. / Pero el vicio no tiene como madre la ciencia, / Y la virtud no es la hija de la ignorancia”.

Por eso la verdad sólo puede estar dentro de la herida que no teme mostrarse, y el arte sólo puede vivir en el enfrentamiento con la realidad, no en la evasión de ella. No existe otro camino. Baudelaire, en sus escritos, parece llegar a la narración del mundo exactamente como los raperos de hoy en día. Sexo, dinero, poesía, amor, libertad. Quiero todo —decía—. Todo. Baudelaire no siente temor, pudor, vergüenza al narrar el deseo mortal. Y Montesano nos narra a un Baudelaire frágil, humano, violento, contradictorio. Amaba a su madre, pero le tenía recelo y la detestaba por ser conformista, vivía con Jeanne llamada por todos “La Negra” y la ponía por encima de cualquier otra mujer. La narración que Montesano hace del amor de Charles por Jeanne, que duró toda la vida, a pesar de la oposición de todos, es desgarradora. Igualmente, desgarradora es la narración de la profunda depresión que derrumbó a Baudelaire, de veinte años de edad, cuando es enajenado de su herencia paterna y puesto bajo tutela judiciaria, obligado a limosnearle su propio dinero a un notario, incluso para poder comprar un puro. Heridas, todas ellas, que ingresarán en su poesía, haciéndola vibrar de amor y terror. Heridas que también están conectadas a la derrota de sus ideas de transformación de la sociedad, pero que fecundan el poder visionario de su poesía. Baudelaire è vivo nos hace descubrir a un hombre entero, revolucionario y no reaccionario, y derriba la idea arcaica del poeta que tiene como único objetivo los paraísos del opio. Al contrario, Baudelaire es una especie muy particular de anarquista. Se une al grupo de Auguste Blanqui, de los extremistas. Participa en los motines de 1848, tanto en los más burgueses de febrero, como en los más populares y radicales de junio. Se encuentra con ese pueblo que, como dirá Tocqueville aterrorizado, “sin líderes, sin banderas, sin gritos, quería alterar el orden de la sociedad”.

Esta es la tarea de su poesía. No entretener. No hacer cosquillas. Sino alterar el orden de la sociedad: “Estoy entre los rebeldes, nunca seré un lameculos”. Y no son solamente palabras —las que escribe en dos números de Salut public, el periódico revolucionario que funda— porque en juego está su propio cuerpo, que se enfrenta, en las barricadas de la revuelta, con la gran desilusión del fracaso. Eso es lo que lo apesadumbra, lo que le hace asumir la mueca que se lee en todas sus fotografías. Es la decepción de ver al pueblo que, con el voto plebiscitario masivo, consagra al Segundo Imperio. Y eso le llevará a desconfiar del pueblo, lo que le hará decir que Monarquía y República, fundadas sobre el sufragio universal, son construcciones absurdas y frágiles. Es por la impactante desilusión que Baudelaire defiende la fórmula de Proudhon, según la cual el sufragio universal es el gobierno a través de masas de ignorantes, y se convence que la solución reside solo en la ausencia de gobierno y declara despectivamente: “Nada más ridículo que buscar la verdad en el número”. Y Baudelaire llega a comprender, y a afirmar en su poesía-pensamiento, que los dictadores solo son los sirvientes del pueblo.

Es profética la desilusión de Baudelaire en la época de Napoleón III, que, al tomar posesión del gobierno, establece una dictadura mediática generalizada. El tirano toma el poder sólo si se adapta a la estupidez nacional; una frase baudelairiana que hoy suena siniestra. Baudelaire ya entiende que sin telégrafo y periódicos es imposible ganar. Odia a los directores de periódicos, detesta a los periodistas. Analiza cómo la manipulación mediática es el origen del Mal. Y a menudo, cuando habla de opinión pública, parece predecir la deriva actual, ciertamente imposible predecir las redes sociales, pero las dinámicas que desencadenan son eternas. Fue precisamente durante el periodo del poder de Napoleón III cuando nació la estrategia contraria a los intelectuales. Cualquier reflexión libre o crítica era castigada con el arresto y con la censura. Solamente era permitido que los intelectuales alabasen al poder. Nace entonces el así llamado arte por el arte, que Baudelaire atacó con virulencia. Un arte que no se ocupa de la realidad, que no toma posición, que debe ser juzgada sólo por el trámite del arte. La hermosa frase, el hermoso cuadro, el deleite estético. Una forma de confinar la poderosa herramienta del arte y debilitarla, castrarla, impidiéndole germinar el peligroso fruto de la revuelta y del cambio. En Baudelaire è vivo, Montesano hace hablar a la biografía de Baudelaire, sus versos y la historia del tiempo para narrar la vida auténtica de un hombre, con sus contradicciones. Después de las derrotas, Baudelaire se asemeja a todo ser humano que es arrastrado por la realidad, que se disgusta, que se desanima, y quisiera echar el ancla en un puerto seguro.

Como Flaubert, que en una carta reivindicó el derecho del artista al egoísmo: “En la época en la que todos los nexos comunes se rompen y la sociedad no es más que un vasto bandolerismo más o menos bien organizado, cuando los intereses de la carne y del espíritu se alejan, como lobos, y aúllan aislados, es necesario, por lo tanto, como todos los demás, inventarse un egoísmo más bello y vivir en nuestra propia madriguera”. Un refugio ilusorio. El mismo Flaubert, muchos años después, dirá: “Siempre busqué vivir en una torre de marfil, pero una marea de mierda golpeteó tanto sobre sus muros que la hizo caer”. Pierre Dupont fue amenazado con ser enviado a Cayena —“un lugar dónde únicamente se puede morir”—, pero siguió vociferando por todos lados que el pueblo que había expulsado a tres reyes se había dejado engañar por Napoleón III. Sin embargo, cuando se enteró que habían mandado a Cayena a muchos de sus amigos, dijo: “seré un proscrito interno, me ocuparé del arte, haré versos al igual que se hacen círculos sobre el agua para pasar el tiempo”. Y también el Dupont poeta y amigo revolucionario tan amado por Baudelaire, el Dupont que sostenía que la sociedad debía darles pan a todos, a un cierto punto decidió hacer arte por el arte, la elección castradora del arte de entretenimiento, del arte que juguetea, del arte como pasatiempo y de la excusa de la Belleza, que salva al mundo sin luchar por el mundo.

Baudelaire è vivo narra la contradicción de Baudelaire, que de todas las maneras posibles intenta refugiarse en el arte, sin lograrlo. En los últimos meses de su vida, en Bélgica, el que ya muchos consideran un reaccionario escribe que, como consecuencia de algunas decisiones del gobierno contra el pueblo y contra el exiliado Proudhon, se hubiera esperado barricadas y fusiles; en cambio el pueblo no se movió. Y comenta disgustado y profético: “si hubiese sido por los precios más altos de la cerveza que los droga, tal vez lo hubieran hecho”. Baudelaire, que luego del golpe de estado de Napoleón III repite que ha sido “despolitizado”, no abandona nunca el enfrentamiento con el mundo; ni el arte, y ni siquiera la afamada belleza logran ser un refugio para él.

El sentimiento que Baudelaire tiene de la belleza no es el de los estetas del arte por el arte, precursores de los pequeños estetas de hoy, desde los intelectuales para los cuales compromiso y realismo mancillan todo y no son literatura, hasta el nutrido grupo de influencers que, por miedo a quemarse, tocan el mundo con guantes. Ciertamente, para Baudelaire la belleza es un consuelo extremo, pero también es incendiaria. Y la belleza debe ser para todos, incluso para los pobres de los suburbios, incluso para los suburbios falsamente multiétnicos de hoy, que comen fealdad y respiran injusticia.

Leyendo Baudelaire è vivo, me invade la imagen de El tigre misterioso de William Blake, que veía a su tigre rebelde estallar de fulgor “en las selvas de la noche”, con una belleza que no quiere vivir a la sombra de la injusticia. Se dirá: ¡Este es el Baudelaire de Montesano! No, yo digo: es el Baudelaire decisivo para nosotros que no nos rendimos. Pero la verdadera maravilla de Baudelaire è vivo, que no sorprende en lo absoluto a aquellos que conocen Lectores salvajes y las novelas de Montesano, es que todo se origina con los poemas de Las flores del mal. Yo sé que Montesano tradujo durante años estos poemas, pero iba botando al cesto de la basura el trabajo realizado, hasta que encontró lo que Rimbaud llamó el lugar y la fórmula, que consiste en esto: machacar los poemas de Baudelaire casi palabra por palabra. Excavar con la pala. Trabajar con el buril. Abrir con la ganzúa. Sin tener miramientos con cualquier polvo falsamente poético, esta traducción desgozna las puertas que nos separan de la poesía de Baudelaire.

Y así, la lengua italiana que hoy hablamos finalmente tiene sus Flores del mal. Y nosotros tenemos un Baudelaire para hoy, pero todavía más para mañana. Tenemos un mundo Baudelaire que podemos leer para profundizar más en nuestro tiempo. Para hacer lo que se hace con las palabras de los escritores: ir a contracorriente en la vida y gritar toda la verdad que logremos ver. Después de estas Flores del mal, que destellan oscuras e hipnóticas en Baudelaire è vivo, no hay vuelta atrás.


Traducción: María Teresa Meneses

Publicado originalmente en Il Corriere della Sera.

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